La puerta del infierno de Siberia
Desde hace unos años, Siberia aparece casi todas las semanas
en los portales y las revistas científicas del mundo. No es para menos. Allí,
en el lejano este, es donde la tundra se transforma en taiga: mucho más al
norte de las rutas de Miguel Strogoff y de los bosques de Dersu Uzala, se ha abierto
la puerta del infierno.
Con ese nombre los lugareños han bautizado el cráter de
Batagaica, una grieta surgida no hace tanto pero que crece a ritmo preocupante.
Se trata, en realidad, del fruto de un derrumbe de dimensiones gigantescas, una
consecuencia de la suba de la temperatura media anual y del derretimiento del
permafrost, el suelo congelado de las regiones periglaciares y circumpolares,
un depósito que, durante centenares de miles de años, conservó a los muertos
que capturaba sin intenciones de devolverlos ni de cobrar rescate.
Batagaica no es un círculo sino más bien una grieta. Donde
hace cincuenta años había un barranco, ahora hay un tajo de 900 metros de ancho
que crece hacia todos lados, asusta y asombra por igual. Y hace ruido, mucho
ruido. De noche y de día, el mundo se paraliza cuando la tierra explota
liberando el metano prisionero desde el Pleistoceno. Son heridas que se repiten
en toda Siberia, donde los estallidos han perforando las penínsulas de Yamal y
Gydan provocando agujeros de decenas de metros de diámetro. Y en las ciudades,
los edificios colapsan, causando un daño de unos 2 mil millones de dólares
anuales.
Nada de todo esto tiene origen volcánico. Tampoco son las
huellas del bólido de Tunguska, aquel acontecimiento de 1908 cuando, se supone,
un meteorito impactó o pasó cerca de la Tierra arrasando con miles de
kilómetros cuadrados de bosque siberiano. No. Batagaica resulta del deshielo y
puede observarse en tiempo real, contarse en años, meses, días de vida humana.
El 20 de junio de 2020, la ciudad de Verkhoyansk, a 75 kilómetros de Batagaica
y uno de los lugares habitados más fríos de la Tierra, alcanzó los 38°C, la
temperatura más alta jamás registrada en el Ártico.
No es un proceso particularmente lento –ese tiempo de
tranquilo discurrir que caracterizó a la geología de la era victoriana. Ocurre
bajo nuestros ojos con la rapidez de la catástrofe. O mejor dicho a la vista de
los pocos habitantes de las zonas vecinas y la de los equipos rusos, alemanes y
estadounidenses que se desesperan por llegar a ese sitio para registrar y
estudiar el destino y la prehistoria del planeta. No por nada las noticias del
inframundo se amontonan y mezclan las visiones de un pasado congelado con un
futuro de pies de barro.
Las fechas obtenidas en el hielo y el suelo de los derrumbes
de Batagaica revelan el permafrost expuesto más antiguo de Eurasia, un
cronómetro y un archivo de los últimos 650.000 años que podría revelar cómo el
permafrost y la vegetación de la superficie respondieron a los climas cálidos
del pasado.
Batagaica es una cápsula del tiempo. Una morgue que se quedó
sin presupuesto. Una heladera que se descongela y ofrece a los científicos
varias instantáneas de los climas, de los ecosistemas antiguos además de
regalarle los cuerpos de las plantas y de aquellos animales peludos que la
humanidad prehistórica se encargó de asar y retratar. Los mamuts, los
rinocerontes lanudos, algunos osos hoy desconocidos, una serie de mamíferos
herbívoros y carnívoros extinguidos salen de las entrañas de Siberia. Como ese
caballo fósil, que, gracias a sus músculos intactos, despierta los sueños de
clonación que ya lo ven cabalgando en tierra siberiana.
Batagaica, sin embargo, también nos recuerda que ninguna
especie fue, es o será eterna. Una bandera más para las luchas adolescentes del
presente pero también un símbolo de la vanidad del mundo y del paso por la
tierra, dirían los antiguos modernos. Recuerdos del futuro, podrían decir
otros. Nada nuevo –salvo la dimensión– acotarán los acostumbrados a estos
hallazgos siberianos, un episodio esporádico, sí, pero que se repite desde hace
siglos. Un bebé mamut, con nombre y pelo; un espécimen enano; las cabañas
hechas con defensas; la fantasía del último mamut rumiando en los hielos que
todo lo engullen, pueblan la historia del folclore, la paleontología y las
colecciones de varios museos de la ex Unión Soviética. Sí, la taiga y la tundra
–como la Patagonia y nuestra pampa bonaerense– guardan esos tesoros óseos y, a
la vez, literarios.
Que hoy como ayer se han vuelto un negocio redondo: no para
los dueños de la energía fósil, no para los geólogos sino para esos
cuentapropistas que, desde que el mundo es mundo, hacen de la necesidad virtud
y de los cadáveres, una pequeña empresa. Una nueva quimera del oro, en este
caso la de los cazadores de los colmillos de mamut que, en el verano, invaden
con sus embarcaciones los valles y los ríos acompañados de sus perros
rastreadores de huesos, uñas y dientes. Armados con picos, palas, hidrobombas y
mangueras, aceleran aún más un proceso que naturalmente llevaría unos meses, un
lapso de espera que podría robarles el cliente y unos cuantos miles de euros,
dólares o yuanes.
En Yakutia, ahí al lado, el hielo derramado se negocia a
precio de marfil fósil. Vestidos para la ocasión, los cazadores escarban y
barren a presión las laderas de los barrancos, a la pesca de un indicio, de una
vista color caramelo, la promesa de una casa, un automóvil, una moto, un pasaje
a zonas más cálidas. Las temperaturas altas y la prohibición china de
comercializar el marfil de elefante han disparado un nuevo nicho laboral. Nada nuevo…
pero con otras máquinas.
Los cazadores de colmillos, sin saberlo, recurren a técnicas
similares a las que en 1830 usaba el gran Pedro de Ángelis en Salto y en el río
Salado, cuando las sequías pamperas dejaban las osamentas a la intemperie y el
cónsul inglés las esperaba en Buenos Aires. Hoy como ayer, primero, limpian sus
hallazgos con pasto seco para luego envolverlos de manera que conserven la
humedad y su peso hasta el momento de venderlos. Una vez completada la
extracción y el empaque, los colmillos, como los huesos encontrados en la
década de 1890 en la Gobernación de Santa Cruz, dejan su tumba y suben a una
lancha. En cinco horas, los 65 kilos de colmillo recorrerán el río y se
venderán por 34.000 dólares a los comerciantes chinos que aguardan en la aldea
de destino.
Los cazadores –si tienen suerte- ganan alrededor de 100.000
dólares por semana. Algunos se han hecho millonarios y, como don Pedro,
contratan a esos otros que entran en el negocio después de ver las noticias o
un video en Internet. En 1830, en cambio, se enteraban por los diarios.
Muchos piden préstamos bancarios para financiar el
combustible necesario para ir, volver y trabajar: un colmillo puede cambiar sus
vidas y vale la pena endeudarse. No por nada –si lo logran– se sacan fotos al
lado de ellos, como los cazadores de elefantes y los paleontólogos con sus
fémures. Pero ríen, mostrando los dientes propios y ajenos, dentaduras ambas en
la gama del jengibre, el color de su porvenir.
Algunos cazadores tienen licencia y proveen a los museos
piezas de poco interés monetario pero muchos, cada vez más, se esconden en el
mercado negro: en ese caso, mientras el marfil viaja a los talleres de Cantón
para transformarse en una filigrana, los cráneos abandonados esperan que la
suerte les sea propicia y les depare la vitrina de un museo. Y si no, otra vez
será. Ya vendrán tiempos mejores: para ellos y nuestra posteridad, el verano se
aproxima.
Fuente: Ñ