La ciudad aymara
Por Martín Caparrós
En El Alto abren malls
o shopping centers o incluso centros comerciales:
ya son tres.
En este mall recién abierto, a medio abrir, en obras, el
chico de ocho o nueve grita desde lo alto de la escalera mecánica a su padre y
su madre, abajo todavía, los dos cuarentaytantos, ella una nena en brazos, los
dos ropas baratas y sus caras curtidas, mamá, papá, suban, no tengan miedo, no
tengan miedo, suban, y el padre tienta con un pie vacilante el escalón
moviéndose y da un saltito atrás y el hijo desde arriba no tengan miedo papá
mamá no tengan miedo pero papá y mamá, él cabizbajo, ella detrás, los dos
callados, caminan unos metros hasta que encuentran una escalera inmóvil y
empiezan a subirla.
Quizá con esto ya esté todo dicho; quizá, no todavía.
Quizá no, todavía.
El Alto se llama así porque está arriba de La Paz, la ciudad
principal de Bolivia, a 4.000 metros de altura. El Alto es una de las ciudades
más nuevas del continente; en 1984 era una pampa desolada y sus casitas y ahora
tiene un millón de habitantes y es la segunda de su país, tras Santa Cruz. El
Alto es una ciudad hecha de migrantes: ninguna representa mejor el movimiento
del campo a las ciudades que cambió la región en las últimas décadas. Y El Alto
es una ciudad india, la más grande de América: tres cuartos de sus habitantes
son de cultura aymara y unos cuantos, quechuas. El Alto es nueva, sintética,
sincrética, simbólica. El Alto es, además, un lugar donde vive mucha gente.
–Imagínese, joven, lo que era esto cuando yo llegaba. El
viento, nomasito, el viento.
Don Jaime tiene 78 años; dice que ha trabajado mucho y que
ya está retirado.
–Pero la hicimos, joven, acá está, la hicimos.
En 1985, un gobierno neoliberal cerró muchas minas: miles y
miles de mineros se quedaron sin trabajo –y muchos migraron hacia El Alto.
–Mi papá es de la mina, él es minero, de la Caracoles.
Nosotros nacimos ahí, yo y mis seis hermanos, era el mejor momento del estaño.
Yo crecí ahí, a 5.000 metros de altura, en medio de la nieve. Pero en esa época
los mineros tenían muchas cosas, teníamos las mejores escuelas, buena sanidad…
Me dice Marco, activista aymara, periodista respetado. Su
familia se instaló en El Alto; él extrañaba los páramos blancos de su infancia.
Más tarde empezó a extrañar también la vida comunitaria del pueblo minero, sus
escuelas, sus cuidados; en la ciudad, en cambio, cada cual se buscaba la vida
por su cuenta.
–Esa violencia histórica creó El Alto. ¿Por qué vino la
gente? Vino expulsada por el Estado, los mineros por el cierre de las minas,
los campesinos porque vivían de vender sus productos a esos mineros y esperaban
trabajar en la mina alguna vez. Entonces vinieron a El Alto porque era lo que
podían, pero también traían esas aspiraciones de modernidad, de ser parte de la
gran ciudad. Yo siempre pienso en esa película donde sale un indiecito que mira
la ciudad desde lejos, que su aspiración es vivir en esa ciudad. Pero la ciudad
que había los rechazó, ¿no? Entonces se quedaron en este territorio y se construyeron
una ciudad propia.
Son miles y miles de personas que dejaron la producción
primaria –minerales, comida– para pasar, la mayoría, al comercio de todo,
cualquier cosa. O, si acaso, a servicios: choferes, albañiles, mecánicos,
reparadores varios. Gente que fue de la producción a la circulación: la marca
de estos tiempos.
El cambio más decisivo de estos tiempos.
A fines del siglo XX El Alto era más que nada casitas de
adobe y calles de barro, patios y animales pero crecía, insistía: ya empezaba a
dejar de pensarse como un suburbio de La Paz y se creía ciudad, un lugar
diferente y autónomo.
En septiembre de 2003 El Alto, que acababa de cumplir 18
años, mostró su mayoría irrumpiendo en la escena nacional. Gobernaba Bolivia
Gonzalo “Goni” Sánchez de Lozada, un señor que hablaba con acento inglés y ya
había vendido casi todas las empresas públicas a capitales privados. En esos
días el señor Goni anunció un plan para exportar torrentes de gas a Estados
Unidos y México a través de Chile, baratísimo y privatizado, gran negocio para
empresas extranjeras. El MAS de Evo Morales, que acababa de entrar en el
Congreso, y otras fuerzas indias y rurales se oponían: pedían que el gas se
usara en el desarrollo interno de un país donde más de la mitad de las personas
no tenían electricidad y nueve de cada diez campesinos eran pobres.
La oposición se jugó en calles y carreteras, y llegó al
paroxismo aquel 12 de octubre, cuando un convoy de camiones cisterna trató de
salir de la planta de hidrocarburos de Senkata, un barrio alejado de El Alto,
para abastecer a La Paz, que se estaba quedando sin combustible. Miles de
vecinos lo bloquearon; la policía y el ejército mataron a unos 50 manifestantes
pero el bloqueo se mantuvo. Las peleas siguieron en las calles de El Alto y de
La Paz; cinco días después el señor Goni tuvo que renunciar. Lo sucedió su
vicepresidente, Carlos Mesa; dos años después las movilizaciones –sobre todo
alteñas– por la nacionalización del gas lo echaron a su vez. Hubo elecciones y
consagraron presidente, con el 54 por ciento de los votos, al indio Evo
Morales. Y El Alto se consagró también como una fuerza política temible: el
peso de los pobres, el poder de la calle.
–A mí me gustaba más cuando no era tan grande, caserito.
Ahora uno se pierde, ya no conoce a nadies. Antes sí me compraban porque me
conocían.
Doña Mercedes tiene setenta largos y vende frutas en la
calle, arrugas como tajos, su sombrero, polleras desteñidas.
Ahora el color dominante es el ladrillo, las casas sin
revoque; también hay casas pintadas de colores, y amarillo. Las que se intentan
elegantes tienen vidrios espejados de colores intensos: el colmo de la
modernidad en estos rumbos. Y hubo un cura alemán, Sebastián Obermaier, que la
sembró de iglesias con sus torres para que se vieran de lejos, desde más alto
todavía. Muchas iglesias, multitud de torres, trincheras contra el evangelismo.
–El Alto realmente es una articulación entre dinamita y
kurawa, un resultado de las dos violencias unidas.
Dice Marco, los pelos revueltos, las canas que ya asoman, la
voz precipitada. La dinamita es común en la mina, la kurawa es una honda que
usan los campesinos; entre las dos armaron ese espíritu de lucha que prendió en
El Alto, y su desconfianza, su ruptura con el Estado boliviano.
–El Alto debe ser una de las ciudades alteradoras frente a
las ciudades coloniales de Latinoamérica. Las ciudades coloniales siempre se
constituyen a partir de un centro único, esa plaza donde está la catedral, el
poder político, las familias privilegiadas… El Alto no tiene nada de eso. Por
no tener, ni un centro tiene.
En estas décadas los migrantes del campo se instalaban en
esos barrios de invasión alrededor de las capitales, donde siguen viviendo
todavía, despreciados, temidos, marginales. El Alto es uno de los pocos casos
–¿el único?– en que esos migrantes construyeron una ciudad que, poco a poco,
dejó de ser un satélite para ser una ciudad autónoma, una ciudad en sí misma.
En El Alto hay poco oxígeno, calles asfaltadas, casas bajas,
calles de tierra, edificios más altos, calles desiertas, calles atestadas; hay,
alrededor por varios lados, unas montañas nevadas majestuosas como para decirte
que existe aún más alto y, por otro lado, más abajo, ese agujero de techos
rojos y algunos rascacielos al que llaman La Paz. Y hay tsunamis de cables en
el aire y tsunamis de personas en el centro y hay trancaderas –o trancones o
atascos o embotellamientos– en las avenidas pero no son coches particulares
sino minibuses y otros transportes públicos. Y hay por todas partes vendedoras
de todas las comidas, sus polleras, sus sombreros de copa, sus bebés a la
espalda: aquí las llaman cholas. Y en el centro hay multitudes y en los barrios
nadie. Y entre tanto ladrillo sin revoque, tanta casa inconclusa, tanta calle
vacía, una plaza chiquita huele a miel. Es casi nada, un triángulo de quince
por quince con un monumento de lata de un marcianito raro pero está llena de
unas flores blancas chicas que huelen a miel. La plaza no tiene bancos ni
juegos, no hay lugar para estar: puras flores, puro despilfarro. Es raro
caminar por aquí y, de pronto, la miel. Es fuerte construir, en un sitio al que
le falta tanto, una plaza con olor a miel. Alguna vez alguien escribirá que el
deseo es una plaza con olor a miel.
Ojalá, alguna vez, sea yo.
Aquí el tiempo cambia todo el tiempo. Nunca se sabe si
realmente hay sol, si realmente llueve –y realmente no dura más de diez
minutos. Yo no sé si eso influye. Lo peculiar, lo raro de El Alto es que ahora,
a 35 años de su fundación, se ha convertido en una sociedad con clases, muy
distintas clases. Y tiene, por supuesto, sus mitos de origen.
Roy tiene 28 años, su aspecto pulcro, tan correcto. Roy es
un joven emprendedor aymara, hijo de una de esas familias que armaron clases en
El Alto, y ahora me cuenta la historia de uno de ellos: un pariente jovencito
que había llegado de su pueblo y quiso aprender costura pero nadie le daba la
oportunidad, decía, “y entonces he entrado de ayudante, limpiaba, recogía,
dice, y en esas conocí a una cholita que vendía comida, dice, entonces me
enamoré de esa cholita, dice, y me busqué otro taller donde sí me empezaron a
enseñar a costurar y ya estaba con esa cholita y nos juntamos y entonces en las
noches, dice, preparábamos la comida hasta las diez, once de la noche, nos
dormíamos y a las cuatro o cinco ya nos íbamos y empezábamos a vender comida,
calditos, y a las ocho de la mañana, siete, yo ya estaba de nuevo costurando,
dice, y así hemos empezado a ahorrar dinero, dice, y ya me volví buen
costurero, buen sastre, y he empezado a agarrar contratitos y después pude
abrir mi tienda y ya necesitaba tener más personal, más máquinas, entonces les
dije a mi gente del campo, a mis sobrinos los he traído y vivíamos todos en un
cuarto, dice, de cuatro por cuatro, ahí vivíamos todos, dormíamos en
colchonetas, asilados, y el taller era ahí mismo, al frente, ahí trabajábamos y
vendíamos. Y así hemos empezado a mejorar y hemos ahorrado dinero, dice, y
también nos prestamos dinero en el banco y pudimos viajar, dice, fuimos a la
India y empezamos a traer tela para hacer nuestros trajes, salía mucho mejor, y
después trajimos ya para distribuir, dice”, dice Roy que decía su pariente, “y
que poco a poco empezó a vestir a todos los hermanos de las fraternidades que
bailan acá en El Alto y ya después puso una sastrería muy conocida, la
Juventus, y ahora es un empresario grande, gana millones, y su mujer mientras
tanto abrió su restaurante pero después ya no quería seguir con eso, se lo dejó
a alguien y empezó a importar electrodomésticos, ya tienen tiendas en el
centro, y después se construyeron su cholet”, me cuenta Roy, y que una vez que
fue a verlos muy temprano la mujer estaba limpiando la sala enorme del cholet
porque había habido una fiesta y que su hijo menor, cinco o seis años, también
estaba con ella, barriendo con una escobita casi de juguete, trabajando a las
siete de la mañana, y que él le preguntó por qué estaba limpiando en lugar de
pagarle a alguien que lo hiciera y que ella le dijo que qué tiene, que si hay
que limpiar ella lo limpia, o no tenemos manos, nosotros, no tenemos pies, dice
que le dijo. Y que estos emprendedores aymaras lo que nos han demostrado es que
se trabaja las 24 horas. Si quieres generar dinero tienes que trabajar tres veces
más que una persona normal, esa es la fórmula. Sí, son gente que se explota a
sí misma, pero lo hacen porque saben lo que quieren y saben que esa es la única
manera, dice Roy: la única manera.
Y que así, quizá, tampoco lo consiga.
Pero los nuevos ricos del cholet desprecian la formación
tradicional, y no quieren que sus hijos hagan esas cosas:
–¿Qué va a hacer? ¿Va a estudiar economía o medicina o algo
así y va a ser un empleado en un hospital, en un ministerio, en una empresa? ¿Con el sueldo de un empleado?
Se va a morir de hambre…
Alguna vez algún sociólogo estudiará, en El Alto, cómo se pasa
de una comunidad donde prima la solidaridad, el esfuerzo compartido, a una
donde el modelo consiste en buscarse la vida para salvarse –solo. En hacerte
con ciertos bienes que te darán la sensación de que hiciste lo que querías, que
lo tienes; en lanzarte a ese camino de logros personales que el capitalismo
señala como el gran camino. Ese día, ese sociólogo irá a la feria de la plaza
La Paz a ver las alasitas.
Las alasitas son una tradición aymara que la Unesco declaró,
como casi todo, Patrimonio de la Humanidad hace unos años, y que consiste en
comprar, bendecir y al fin quemar pequeñas cerámicas o tallas que representan
lo que cada quien quiere –para conseguirlo. Verlas, entonces, es ver un
catálogo de los deseos alteños: cochecitos –muchos cochecitos–, casitas de
colores, negocios –como la carnicería con el cartel “Carne de Chancho” o las
farmacias o las licorerías–, pero también fajos descarnados de billetes de
dólares, cofrecitos que rebosan oros y brillantes e incluso tesis de grado,
diplomas de médico o de oficial del ejército, un mandamiento de libertad
provisional o una sentencia de divorcio..
Se compran muy barato; lo difícil es creer y hacer bien el
ritual. Roy, el atildado, me decía –frente a su mesa llena de cochecitos,
camioncitos– que “las alasitas son como el contrario de Navidad, aquí en la
cultura aymara, estaban mucho antes. A mí me nace comprar mis alasitas,
gallinitas, autitos, un ekekito, toritos, y hay que hacerlos bendecir, hacer
toda la cosa… Porque te va naciendo, como que tu fe va cobrando vida. Y eso que
yo no creo, pero tu fe va cobrando vida sin querer.”
El cartel, primero, me causó indignación o sorpresa –que son
formas distintas de lo mismo. El cartel, entre muchos, pegado en una cartelera
de buscar empleados, vender casas y coches, decía que “se necesita cholita o
señorita” para “ayudante de pensión”: le ofrecían 1800 bolivianos por mes
trabajando de lunes a viernes, sin horario claro; 1800 bolivianos son unos 250
dólares. Después ví que “cholita o señorita” era una fórmula consagrada: se
repetía en muchos carteles. Otra “cholita o señorita para ayudante de cocina”
tendría un sueldo mensual de 1200 –unos 170 dólares– y así de seguido. Y
después me explicaron que la fórmula se usa sin más vueltas: que una cholita es
una mujer joven vestida según la tradición, con sus polleras y ese bombín que
llaman borsalino, y señorita una vestida como cualquier mujer del continente.
En El Alto, en las calles de El Alto, muchas mujeres usan
sus ropas clásicas, varias polleras y el sombrero, su ponchito. Aquí también
son las mujeres las que cargan con el peso de mantener las tradiciones; sus
hombres, más ligeros, se visten como cualquier hombre latinoamericano más o
menos pobre.
Son 4.000 metros de altura. Aquí los forasteros acostumbrados
a respirar la pasan mal: no es un lugar donde cualquier persona –que no sea del
Altiplano– pueda venir impunemente. La ciudad de inmigrantes solo recibe amable
a ciertos inmigrantes.
Pero es difícil pensar El Alto sin el MAS, el aymara Evo
Morales y su puesta en valor de esos pueblos desdeñados, los indígenas. Que un
presidente lo fuera fue un cambio radical. Una forma de enseñar a millones a decir
que sí, soy indio, ¿y qué?
O, más brutal: Sí, soy indio, pero no soy tu indio.
–Es bueno vivir entre nosotros, no vivir en un lugar donde
todo el tiempo te hacen sentir distinto, menos bueno. A mí eso me gusta de
vivir acá.
Don Hipólito tiene más de sesenta, la nariz de aquel cóndor,
una bolsa que carga con resoplos. Camina despacito, para, charla.
Aquí parece que todos vendieran algo –y debe ser cierto o
casi cierto. Porque también hay algunos que son maestros o funcionarios o
albañiles o médicos o abogados o policías o ladrones, pero se diría que todos
ellos –y sus esposas– también venden. Desde los más humildes, más precarios
–una señora de polleras sentada en el suelo con cinco trocitos de queso
extendidos sobre una bolsita de plástico verde, una señora de polleras con un
montoncito de diez higos apiñados sobre un plástico transparente– hasta los que
triunfaron y despliegan sus negocios de electrodomésticos con nombres que
recuerdan a su mamá, su pueblo o su triunfo.
Es el espíritu emprendedor que comparten el dueño de un
cholet y la chola que vende ají de gallina en la puerta. El espíritu de El
Alto, la idea de que se puede crecer con el esfuerzo comercial o empresarial,
que hay que buscarlo por sí mismo, que si acaso el gobierno no te debe joder
más de la cuenta –y si lo hace, de tanto en tanto hay que recordarle cuál es su
lugar–, que lo importante en la vida es “progresar”, entendido el progreso como
el logro de mejoras materiales personales. El Alto es la reunión de centenares
de miles de personas que coincidieron en buscarse la vida, en hacerse una vida
distinta de la que ya tenían. Y buscarla cada uno por su cuenta aunque, de
tanto en tanto, todos se junten para que los dejen seguir buscando por su
cuenta: para que no les arruinen su posibilidad.
–Aquí todas las casas tienen machones, y el machón te está
dando un mensaje: esto no para, vamos a seguir. Vienen los de afuera y dicen
puta, estos pobres no terminan su casa. No es eso, no entienden: es la idea de
que vamos a seguir adelante, que lo vamos a mejorar, siempre a mejorar.
Dice Marco. Que nunca nada es como es ahora: que siempre hay
un futuro y que el futuro está hecho de ladrillos, algo sólido y propio.
Machón, aquí, es cada uno de esos hierros erectos que sobresalen del techo de
una casa, que permiten agregar otro piso. Y los llaman machones.
El Alto, entonces, podría ser el caso perfecto para alegrar
a cualquier pesimista social: un grupo donde todos o casi todos, en su origen,
eran migrantes parejamente pobres y que, en una o dos generaciones, consigue
dividirse en clases bien marcadas, producir sus ricos, sus poderosos, desigualdades
bien marcadas.
Hay gritos, los anuncios son gritos y más gritos. Un
cincuentón bajito con sombrero de cowboy, la cara hinchada, lentes oscuros,
chaqueta y pantalón de cuero negro muy gastados, las botas con herrajes, grita
el destino de un minibus con palabras que no llego a entender. Le pregunto.
–Es aymara, ¿qué quiso imaginarse?
Me contesta, casi belicoso, y se ajusta el sombrero:
–¿O dónde se cree que está, mi amigo?
Alrededor, el mercado
son kilómetros y kilómetros de puestos donde, dicen, se puede comprar
literalmente cualquier cosa. El mercado se llama 16 de Julio, se celebra jueves
y domingos y los alteños dicen, insisten en decir, que es el segundo mayor del
continente después de La Salada, en el Gran Buenos Aires. El mercado 16 de Julio
es como la culminación de ese espíritu comerciante que domina El Alto: el lugar
donde se lo celebra y reverencia, el lugar donde se lo pone en escena en un
teatro enloquecido. Aquí mercado es casi todo, pero el Mercado 16 de Julio es
la más alta expresión de esa actividad que –dicen todos– hizo de El Alto lo que
es.
–…y atención, para esa madre trabajadora, para esa señora
que trabaja más que el hombre, nosotros
le estamos ofreciendo los productos maravillosos a los que hemos puesto por
nombre “Enfermedades de la mujer”. Y esto es una maravilla, porque estos
productos “Enfermedades de la mujer” son totalmente efectivos para las
inflamaciones, infecciones a los ovarios, infecciones a la matriz, para esa
madrecita que camina con ese problema del sexo blanco, el sexo amarillo,
irritaciones, escozores. Muchas personas creen que esos problemas no pueden
solucionarse y les crean muchas dificultades en sus matrimonios, en sus vidas,
el marido les hace reproches, todo se vuelve más difícil, pero esos problemas
pueden solucionarse con nuestros productos de medicina natural tradicional que
aquí mismo…
Recita la voz grave de un altavoz en medio del mercado.
Aquí vender comida es cosa de mujeres. Ni un hombre –ni un
solo hombre– en los cientos o miles de puestos que venden todas las variedades
conocidas de la papa y otras más, cualquier verdura, arroz, maíz, fideos,
granos varios, huevos, uvas, uchuvas, tunas, chirimoyas, mangos, manzanas,
duraznos, peras, higos, bananas muy maduras, truchas y otros pescados crudos y
fritos, carne de pollo y vaca y cerdo cruda y frita y seca, salchipapas,
galletas, ajíes, sajtas, sopas, golosinas, hojas de coca, condimientos, pimientos,
hierbas con y sin flores.
Son mujeres: solo mujeres en la entrada, la zona de nada más
comida. Después todo se va mezclando: adentro del mercado puestos venden –por
estricto orden de aparición– guantes de moto, cascos de moto, futbolines de
madera hechos a mano con camisetas pintadas de Bolívar y Strongest o del Real
Madrid y Barcelona, bolsos y bolsas, camisetas de fútbol, camisetas pantalones
y remeras de marcas que no son, ruedas de bicicleta, ruedas de moto,
dentífricos y cremas, jabones y papel higiénico, más papel higiénico, más papel
higiénico, chips para celulares, choripanes, sopas, revoltijo de muñecas
desnudas, criquets para cambiar ruedas pinchadas, herramientas diversas, clavos
clavitos tuercas y tornillos, radios, televisores, plantillas de zapatos,
lámparas y cables, partes nuevas de coche, partes de coche usadas, motores de
coche, calcetines, guirnaldas para fiestas, montañas de ropa usada sucia para
revolver, vírgenes de Copacabana y otras vírgenes cristos santos santas,
perfumes truchos, relojes, toallas mantas sábanas, adornos chinos, bufandas que
dicen “Tu envidia es mi bendición” y otros mensajes, anteojos negros, anteojos
transparentes, gorras, pegatinas, tinturas para ropa, tinturas para pelo,
protectores de pantalla para celulares, zapatillas –calles y calles llenas de
zapatillas–, asientos para coches, dinosaurios de goma, anillos de latón,
globos terráqueos, paraguas, llaves y candados, empanadas salteñas y pancitos,
licuadoras, coches usados pero muy lavados con sus precios en dólares escritos
en el vidrio, cuadernos agendas y marcadores de colores, grifos y lavabos,
cinta para pegar billetes rotos, sacos usados, colección de barbis, abrigos
usados de piel falsa, corbatas usadas, mantas y frazadas, pescado frito,
pescado refrito, charquekán de Oruro, sartenes cacerolas pavas nuevas, aceite
para máquina, cubos copia de rubik, cadenitas con dijes, pesas de gimnasio,
cinturones de cuero, tatuajes en el acto, 1917 y otros miles de DVDs piratas,
pilas para relojes, chicharrón de llama, polleras de chola, sombreros de chola,
ponchitos de chola, sopa de maní, chaquetas de soldado camuflado, ponchos
rojos, pelotas y pelotas, memorias con 1.000 temas musicales, los diarios del día desplegados –veinte
hombres alrededor leyéndolos–, mantas de colores, tuppers, billeteras,
celulares robados, gomas de borrar –solamente gomas de borrar–, maniquíes
decapitadas y mancas con bombachas negras, relojes usados, pañales descartables
sin usar, un baño público a un peso boliviano el uso y muchos perros sucios. Y
el camino se bifurca y trifurca y cuatrifurca y hay más calles y puestos y más
puestos y todo reaparece y se repite, salvo los coches y los futbolines y las
muñecas trastornadas, y nada tiene un precio fijo y todo se negocia, se
discute, todo se discute, y hay hombres en algunos puestos, y de pronto la
lluvia: una lluvia pesada, fría, encabronada, una lluvia que cae de demasiado
cerca.
Todos vendiendo algo, comprándolo: los aymara, me dicen,
siempre fueron grandes negociantes –y así armaron El Alto. Hace unos años, me
contaba Marco, él hacía tours para personas que venían a conocerlo y le tocaron
tres políticos republicanos norteamericanos y los trajo al mercado y se morían
de envidia:
–Los gringos me decían puta, qué envidia, este es el modelo
que Estados Unidos debería seguir. Porque ese es su sueño, un país donde no se
pague impuestos, donde el mercado mande. Estaban entusiasmados, me acuerdo de
uno que gritaba esto es lo que queremos, acá no hay impuestos, acá manda la
plata.
El mercado es territorio liberado: sus mercaderes no
reportan al Estado. Algunos dicen que, además, hay mucho contrabando, mucha
droga, y que ese es el origen de ciertas fortunas alteñas; quién lo sabe.
–El centro del poder de El Alto es la 16 de Julio. A El Alto
si le quitas la 16 de Julio le quitas el alma, no le queda nada.
Dice Marco.
Aunque le queden, orgullosos, los cholets.
Llámase cholet a un edificio de cinco o seis pisos con
tiendas varias en el piso a la calle y
una sala de fiestas tremebunda descomunal en el primero. En los dos o tres
siguientes hay departamentos para los hijos del dueño y, en el techo, la
vivienda principal hecha chalet de un piso o dos, con sus patios y plantas,
animales, como quien se da el gusto de vivir en las afueras bien adentro. Y
todo eso con todos los colores, todos los dibujos, todos los vidrios azul
eléctrico y rosado bombón y verde flúo y dorado dorado: todos los trucos para
que nadie –nadie nadie– pueda nunca no verlo. El color como una forma de la
cachetada, la bombita de agua en la cabeza: los colores te chorrean por la
cara, cumplen con su objetivo manifiesto.
El nombre le viene de un sarcasmo de clase: era, para los
huequeños de La Paz, el estúpido chalet de un cholo, de donde esa palabra:
cholet. Que poco a poco fue perdiendo su carga despectiva y se fue haciendo el
símbolo de El Alto y lo convirtió en la única ciudad ñamericana con un modelo
arquitectónico tan propio, distintivo.
El cholet es arquitectura-reguetón: la exhibición de
riquezas sin pudor, la exhibición de quien piensa que la riqueza es un premio de
Dios –o de alguien parecido.
La paternidad de los cholets se discute. Los mamanistas
dicen que es el invento de un dizque genio local, Freddy Mamani, que ahora da
vueltas por el mundo mostrando su arte; los antimamanistas dicen que es un
invento colectivo, el resultado del cruce entre las viejas tradiciones aymaras
y las fantasías de sus dueños y las destrezas y confusiones de sus albañiles. Y
nunca se llegará a ningún acuerdo, así que el tema se debate con arrebato y
animadversión y mucha plata de por medio. La propiedad de los cholets, en
cambio, parece más o menos clara: son de los esforzados que la hicieron y ahora
quieren que todos lo sepan.
–El cholet es una manifestación de acumulación del capital,
una casa que vale entre medio millón y tres millones de dólares. El aymara
burgués es un emprendedor, es alguien que ha hecho su dinero comerciando, es
gente que trabaja full, y full no son ocho horas, es de las cuatro de la mañana
a las once de la noche. Gente que ahora hace negocios grandes, con China,
Chile, Estados Unidos…
Dice Marco, que los conoce bien, que trabaja con Freddy
Mamani. Yo le digo que son, también, el signo de una confusión:
–Es curioso que el lugar que se ve desde lejos como la
amenaza roja que cuelga sobre la capital, que de vez en cuando la pone en
vereda, sea, si uno la mira desde más cerca, el lugar donde tiene más fuerza un
modelo de acumulación capitalista clásica, bien individualista…
–El Alto se mueve con dos patas, por su condición de
exclusión histórica, aymara, pobre, todo lo que ha vivido. Eso se traduce en lo
que fue 2003, su capacidad de movilización y de presión política al Estado.
Pero la otra pata, el motor de El Alto, es esta economía liberal, capitalismo
puro. Y por las dos nos temen. Nos miran con respeto, con un poco de miedo por
el tema político, pero también por el capital que es capaz de generar El Alto.
Porque es un sector potente que por ahora no se mete en política, pero cuando
sus negocios se vean afectados, ahí va a entrar. Y los políticos lo saben.
La amenaza se hiergue, brillante de colores.
Hay, dicen, ahora en El Alto unos cien cholets completos –y
quizás otras tantas imitaciones imperfectas. Se levantan orgullosos, definen la
ciudad; muestran, además, que, a diferencia de muchos ricos ñamericanos, los
aymaras no se llevan su plata a Miami o Panamá: la siguen invirtiendo en sus
lugares. Muestra, también, que cuando se enriquecen no se van; se hacen una
gran casa en el mismo lugar donde vivieron siempre, en medio de sus vecinos,
sus parientes.
–Pero lo importante de los cholets no son sus colores, su
imagen, sino las prácticas culturales que allí se desarrollan, las fiestas como
espacio de encuentros, de intercambios. Se equivocan los que creen que esas
fiestas largas, dos días, tres días, bodas, bautizos, que ahora se hacen en los
cholets son solo para tomar; tomás, pero vas a una fiesta sobre todo a hacer
negocios, a buscar quizás una esposa para un hijo, a concretar algo.
Me dice Roy. Roy es hijo de un hombre que, con su trabajo,
pasó de la pobreza al cholet. Ahora se dedica a hacer negocios con lo que tiene
su familia. Y me cuenta, también, ciertos detalles del proceso:
–Cada vez que terminas algo, un piso, un techo, lo que sea,
haces una pequeña fiesta, una ch’alla, para celebrarlo. Una ch’alla es el
agradecimiento a la Pachamama por lo que estás haciendo. Antes era matar a un
cordero y derramar su sangre, por ejemplo, en los cimientos de la casa. Hoy es
diferente; el otro día nosotros hemos ch’allado un terreno y hemos puesto una
cabeza de chancho. Yo nunca había escuchado eso. Cuando vas a ch’allar te
contratas un iatiri, que muchos le dicen brujo pero no, es un consejero
espiritual, que después de hacer todo su ritual te da consejos… Entonces el
iatiri tenía una mesa con cositas, dulces, formas, lanas, fetos de llama, y la
cabeza de chancho, y después todo eso se quema, para que quede allí. Pero otra
vez ví una llama: la han cortado, viva, y han empezado a esparcir su sangre. O
cuando empiezan a construir también entierran algo, para que la casa tenga su
firmeza; hay gente que dice que incluso entierran borrachitos ahí abajo, para
que la casa no se mueva, que la Pachamama esté contenta…
–¿Cómo, borrachitos?
–Bueno, dicen que enterraban gente, que en las
construcciones grandes entierran gente. Y dicen que vas viendo un borrachito,
le vas charlando, le das de tomar, lo ponés a dormir, lo entierras ahí, y listo.
–¿Y será cierto eso?
–No se sabe si es cierto o es un mito urbano, nadie quiere
hablar mucho de esas cosas. Son cuestiones bien íntimas…
Pero del lado de atrás, del que no se ve –del lado íntimo–,
los cholets también terminan en paredes de ladrillos sin revoque.
–Bueno, mi pueblo era más alto pero no había trabajo. Sí,
quince años hace que me vine. Llegué con Evo, casi. Y a El Alto lo vi crecer,
ganar en estos años. Y el Evo también, que siempre ha estado con nosotros, la
clase pobre, ¿sabe?
Dice Benjamín, cuarenta apenas, zapatero remendón con puesto
fijo.
Ya era de noche; entré porque me sorprendió la corriente
sostenida de hombres más o menos jóvenes que entraba en un garaje a través de
una puerta pequeña. Y, después, que detrás de la puerta diera a un pasillo más
ancho y a la izquierda hubiera un mingitorio abierto –cuatro urinarios contra
la pared– y que las luces fueran rojas y sonara una cumbia chicha y los hombres
siguieran avanzando y entonces, recién entonces, empecé a ver a las mujeres.
Las mujeres eran del todo jóvenes y tenían si acaso una bombacha tipo nada y un
corpiño a juego. Hacía frío; algunas esperaban de pie junto a estufitas que
había, cada tanto, en la pared; la mayoría esperaba junto a puertas con
números, y detrás de las puertas había una pieza chica con una cama de una
plaza y una estufa. Había treinta o cuarenta de esas piezas, una al lado de
otra en el pasillo que bordeaba un patio techado; en el segundo piso había un
pasillo semejante, más piezas, sus mujeres. Ellas, pese al frío, sonreían, y la
sonrisa no es un producto local; la mayoría, altas, piernas largas, arrubiadas
o claramente negras, tampoco parecían. Aunque unas pocas tenían polleras de
chola y camisas de chola y trenzas de chola y eran gordas, anchas como una
pachamama.
En el patio techado, junto a una barra que vendía cerveza
muy barata, había un cartel enorme, cuatro metros de ancho. Su título era
“Comunicado” y lo decoraba una rubia tetona piernas grasas. El Comunicado
informaba que “A partir de la fecha se controlará los siguientes documentos
para el ingreso y trabajo al local: 1. Carnet de identidad original. 2. Libreta
de sanidad al día. Para las señoritas extranjeras: 1. Documento de radicatoria
vigente. 2. Libreta de sanidad al día. Requisitos de higiene: –Un alcohol en
gel. –Un alcohol medicinal. –Higiénico blanco. –6 toallas pequeñas. –Un
ambientador en spray. –Un jaboncillo. –Un maletín o bolsa de mano.”
Los hombres seguían circulando. El mecanismo estaba claro:
entraban, se ponían en fila, caminaban por el pasillo y, si encontraban lo que
buscaban, se quedaban. Si no, se iban un rato al patio, tomaban una cerveza,
esperaban, volvían a caminar por el pasillo. Algunos conversaban, pocos se
reían, el olor a desodorante era un mazazo. Muchas puertas estaban cerradas,
pero busqué una abierta y me sentí una basura cuando le pregunté a esa mujer
con mucha más pintura que vestido que cuánto cobraba y ella me dijo que sesenta
miamor y yo le pregunté por cuánto y me dijo que por quince minutos. Sesenta,
por decir, son ocho dólares. Después salí a la calle y ví que había más puertas
como esa, sus corrientes de hombres más o menos jóvenes, sus búsquedas de
viernes a la noche, la tristeza. A la calle no llegaban las músicas; en la
calle el olor era una mezcla de meo y pollo frito, y llovía apenas.
En la calle, en la esquina, en la llovizna, un señor bajito
mexicano –su campera de jean, su pantalón de jean, sus botas puntiagudas–
peroraba ante veinte o treinta hombres que lo escuchaban con atención flotante:
–¿Y cómo se llama hacer eso, hacer el amor o hacer sexo? Si
estás pagando es una cosa, pero si es tu mujer, tu novia, tu pareja es otra, ¿y
eso cómo se llama? Sí, hacer el amor, gracias. Y eso no es cuestión de subir y
bajar, hacer el amor es todo un arte y ese arte muy pocos hombres lo saben. Hay
varones aquí parados que tienen cinco años de casados, tres hijos, y cuando
tienen su relación sexual no saben ni qué hacen. Por eso hay tanto cachudo,
tanta mujer insatisfecha. Porque a los hombres solo les gusta montar. ¿Y saben
quién monta? El burro, el caballo, el toro. Y algunos se creen que es una
cuestión de cantidad, y por eso les hago una pregunta básica: el sexo todos los
días, ¿será bueno o será malo?
Y así siguió sin pausa media hora, revelando a su audiencia
la verdad de la vida e imágenes de coitos. Los concurrentes iban y venían. Al
final, el señor quiso venderles ginseng para mejorar sus prestaciones. Dos le
compraron; los demás se fueron arrastrando los pies, y el señor se quedó solo
guardando sus fotos, su mercadería, refunfuñando en mexicano percutido.
–Pinches indios, no cachan una mierda.
.–Si desde chiquita te han violentado y siempre fue normal,
nunca nadie dijo nada, toda esa explotación sexual laboral te parece natural. Y
en ciertas familias a las hijas mujeres se las ve como una fuente posible de
ingresos: muchas veces son los padres y las madres que las comercializan, que
las venden al hombre que las va a explotar.
Ximena Machicao es feminista, socióloga, paceña: ha
trabajado años sobre la explotación sexual de las mujeres de su país.
–Yo he trabajado con dos organizaciones que rescatan chicas
menores de edad del trabajo sexual de calle en El Alto. Hay muchas, demasiadas,
y trabajan a la luz y paciencia de todo el mundo. Y casi todas están
lastimadas, golpeadas, y son adictas a la clefa, esa goma de pegar que es la
droga más barata, tan dañina. Muchas de ellas les dan plata a sus gigolós, que
suelen ser pandilleros, muchachos jovencitos. Y cuando les preguntaba qué las
había llevado allí me contaban sus historias de familias muy disfuncionales,
con mucha violencia. La mayoría de las muchachas habían sido violadas de muy
niñas por el padre, el hermano, el padrastro, un tío…
El Alto es, también, una de las ciudades más violentas de
Bolivia –en reñida competición con Santa Cruz. Hay pandillas, hay alcoholes y
drogas fuertes y baratos, hay lugares donde te dicen que no vayas de noche, hay
asaltos, hay asesinatos. En muchas esquinas los vecinos pintan un mensaje
repetido: “Auto sospechoso será quemado. Ladrón pillado será quemado”. Algunos,
más explicativos, agregan un muñeco tamaño hombre colgando de algún poste. Le
pregunto a don Santiago, que vende ruedas de coche en esa esquina, y tiene, en
medio de cada diente superior, un trocito de oro, si de verdad los queman.
–No, lo ponemos para que no vengan, no se vaya a creer.
–Pero, ¿y si vienen?
–¿Cómo que si vienen?
–Sí, si viene alguno y lo descubren y lo agarran, ¿qué
hacen?
–Ahí nomasito se lo damos a la policía.
–¿Siempre?
–Bueno, siempre.
Me dice, con esa cara de para qué vamos a hablar.
No hay datos confiables, dice Álex Ayala, cronista clásico
hispano-boliviano, porque la policía no lleva un registro preciso, pero calcula
que en El Alto hay entre uno y cuatro linchamientos de delincuentes cada mes
–en nombre de una supuesta “justicia indígena”, directa, expeditiva. Los
cálculos, en este tema, son difíciles: muchos se ocultan, no se computan, se
cuentan de otros modos. A nadie le interesa registrarlos.
–La violencia sexual en la familia es incesante, aquí en
Bolivia cada día violan a cinco o seis niñas más. Y eso produce una
naturalización de la violencia. Sí, las nuevas generaciones han aprendido a
romper el silencio, pero romperlo puede costarte la vida. El empoderamiento de
esas nuevas generaciones, que en buena parte se debe al feminismo, puede ser
fatal.
Me dice Ximena, feminista de años, y que ahí está la
paradoja, que esta suerte de poder a medias hace que denunciar malos tratos
pueda ser más que peligroso:
–De las 17 mujeres asesinadas en Bolivia este mes de enero,
todas habían hecho denuncias por violencia, todas. Entonces ahí se plantea el
problema del acceso a la justicia, del sistema policial, de toda una estructura
podrida que nos deja sin defensa…
En ningún país de Sudamérica matan –en proporción– a más
mujeres. Aquí un tercio de los crímenes que se denuncian son violencia de
género.
La Ceja es una de esas zonas donde te dicen que no vayas de
noche –ahí, te dicen, están los cogoteros, los que te ahorcan con una cuerda
que ellos llaman pita– y es, al mismo tiempo, el centro de El Alto, si El Alto
tiene un centro. La Ceja es un revoltijo de minibuses atrancados, negocios y
negocitos y puestos y carritos, los gritos de vendedores que se cruzan y los
olores peleándose en el aire, cables cortando el aire, personas y más personas
y una persona más: en La Ceja siempre hay una persona más, siempre algo sobra.
–Bueno, acá uno viene porque tiene trabajo o porque viene a
buscar algo. Si no, ¿para qué vas a venir acá?
La Ceja es la apoteosis de ese “comercio informal” del que
vive la mayoría de los alteños. Aquí hay ají de papalisa, ají de panza, ají de
lenteja, ají de fideo, sopa de maní, sopa de quinua, sopa de trigo, chairo,
fricasé, sajta, charquekán. Pocas sonrisas hay, tampoco. En general, pocas
sonrisas en El Alto. Y después, como suelo, me discuto: ¿será que solo sonríen
cuando importa?
Y la quietud de los buses es desesperante. Cuando lleguen
por fin realmente el desarrollo y el progreso llegarán los trancones de coches
privados. Ese es el modelo, aspiramos a eso: han conseguido que aspiremos.
La Ceja es el centro pero está en el borde: en el final de
la meseta, asomada al precipicio y, también, al lado del peaje que marca el
límite de la ciudad. Aquí está la primera de las alcaldías quemadas de El Alto,
la de 2003; la segunda, la de 2016, está en Villa Dolores, un barrio próspero.
La actual espera que la quemen en el Centro de Convenciones, cerca de un
mercado campesino; la tentativa de octubre 2019 no terminó de conseguirlo.
Pero si, dentro de la continuidad, algo cambió en El Alto,
ese cambio quedó sancionado en 2015, cuando el MAS perdió las elecciones a
manos de una joven de centro derecha, Soledad Chapetón, alcaldesa en sus
treintas.
Al lado de las llamitas muertas, de los pequeños cadáveres
secos de los bebés de llama que venden en sus puestos las señoras, junto a
hierbas y piedras y caracoles y pajaritos muertos, todo para la Pachamama, esas
alcancías con cara de chancho que también venden, toscas, verdes, cobran de
pronto un carácter siniestro, cadáveres de cerdo ellas también, recuerdos de la
muerte por monedas –digo, para decir que todo cambia tanto según qué lo
acompañe, dónde esté. Un poco más allá, los brujos o amautas o quién sabe
magos: son cincuenta o sesenta en sus casillas de material seguidas, cada una
con su fogón delante, y en cada una uno te ofrece arreglarte la vida,
devolverte al amado, protegerte la casa, curar tus extrañas enfermedades, pagar
a la Pachamama, sacar la mala suerte de tus días.
Aunque después pasan las cosas: en una plazoleta un hombre
mayor, moreno, los rasgos aindiados, la cara y la ropa muy usadas, tres
folletos revolucionarios en la mano izquierda contra el pecho, arenga a unos
veinte o treinta parecidos: les habla de la esclavitud del proletario, del
origen de los sindicatos, de la violencia de los blancos. Cuando llego y me
sumo a la ronda, empieza a hablarme a mí:
–Usted, que sabe pensar, sabrá que…
Me dice por ejemplo como si, de pronto, nadie más le
interesara, y así sigue. Es molesto, y al final se lo digo. Pero es, sobre
todo, revelador –de algo que uno preferiría ignorar.
Y un poco más allá, contradicción, una estación del
teleférico. El teleférico empezó a funcionar en 2014, cruza los cielos alteños
y paceños y es pura modernidad, pura elegancia. El teléferico es la ilusión de
que otro mundo es posible: a unos cuantos metros sobre el nivel de la tierra
–que ya está, recuerdo, a 4.000 sobre el nivel del mar– todo es limpio,
ordenado, transparente; todo funciona como debería, cada cual tiene el lugar
que se le debe, todo es pura mirada. Aquí no se compra ni se vende, la
autoridad está muy clara; aquí no hay, como allá abajo, olores, roces, ni
siquiera apuros: el tiempo es otra potestad del teleférico, él lo regula, él lo
maneja.
(Solo que dura unos minutos; después hay que bajarse al
mundo verdadero y su caos, ahora, es tanto más notorio. El teleférico, al fin y
al cabo, es cruel de una crueldad innecesaria.)
Y al mismo tiempo la zozobra de colgar en el aire, presos de
una burbuja transparente.
El Alto, queda dicho, es una ciudad de inmigrantes, donde
todos son inmigrantes o hijos de inmigrantes: una ciudad hecha de personas que
no pudieron o quisieron quedarse en sus lugares. Las personas de más de
cincuenta nacieron, casi todas, en algún otro sitio. Y después está la
generación de sus hijos –y sus nietos– que nacieron aquí, que ya no son
migrantes, que hablan sobre todo castellano: la tele, la escuela, internet los
unifican en la lengua más globalizada. Algunos saben un poco de aymara o de
quechua para hablar con la abuela o cantar el orgullo nacional pero, me dicen,
lo usan poco.
Hablan, si acaso, aymarañol,
hermano.
Pero siguen llegando. Y, para la mayoría, los terrenos de
los primeros barrios, los más establecidos, son demasiado caros, así que se van
adonde pueden, lejos, más lejos. Senkata es la periferia de esta periferia: el
barrio de los depósitos de gas, el barrio de los enfrentamientos, a unos diez
kilómetros de La Ceja por la ruta de Oruro. En Senkata, como en otros bordes,
siguen vendiendo lotes, cada vez más apartados, cada vez más desprovistos, que
recuerdan –me dicen– lo que era todo El Alto hace treinta, treinta y cinco
años. Aquí, ahora, te venden un terrenito por dos o tres mil dólares y algunos
vendedores incluso te regalan mil ladrillos para que puedas empezar tu casa.
–La ciudad es así, se ha hecho a sí misma. Aquí el Estado es
casi inexistente, nunca nos dan nada; entonces la cosa es bueno, si no nos lo
dan tendremos que hacerlo. Y lo hacemos.
Dice mi amigo Alexis, treinta y pocos, escritor, editor,
librero alteño –y orgulloso.
Senkata es un desparramo de calles embarradas y edificios
sin terminar, ladrillo y cables; algunos llegan hasta los cuatro y cinco pisos.
A la entrada un mercado, dos cholets sin revoque, remolino de buses y minibuses
y camiones, la carretera que corta en dos el pueblo.
–No, cinco años nada más, seis añitos hace que nos vinimos.
Más allá vivíamos nosotros, pero acá nos pudimos comprar una tierrita para construir.
–¿Y ya pudieron?
–Sí, construindo estamos, nomasito.
Me dice don Favián
–con ve, me dice– que tiene un taxi: un capital, un ingreso constante y el
miedo constante de que el coche se le rompa y todo se derrumbe. Aquí una casa
es un proceso largo, años y años de ir consiguiendo y agregando ladrillos, los
caños, los cables y la luz, los suelos, las ventanas, el baño, la cocina. Un
proceso donde cada metro es un triunfo, un paso más en el camino interminable.
Ciudades a medio hacer hechas de casas a medio hacer o, mejor: vidas donde todo
es un esfuerzo continuado, espera contra espera, logro sobre logro. Vidas como
un viaje sin fin por conseguir eso que otros tenemos antes siquiera de
pensarlo.
Y un esbozo de avenida principal y sus veredas de barro,
yuyo y perros y sus pintadas por Evo y contra Evo, que en unos años va a estar
hecha, va a ser una avenida principal. Y, al fondo, sobre la carretera, una
docena de consultorios dentales y de peluquerías y tres o cuatro academias de
música y materias escolares, y servicios de celulares y farmacias y abogados y
tiendas de tortas de colores y cantidad de freidurías de pollo, por supuesto, y
un par de bancos y un par de alojamientos y una papelería y una veterinaria y
cuatro o cinco salones funerarios: muchos salones funerarios, que nadie vive
para siempre.
Pero, unas cuadras más allá, los paredones de la planta de
acopio de combustibles de Senkata están recién construidos, sin pintar; hace
meses, miles de senkateños los tiraron abajo con las manos. Estaban tratando de
impedir que salieran de allí los camiones para La Paz, cuando Evo Morales era
destituido y sus partidarios, para defenderlo, intentaron dejarla sin gas ni
gasolina. La policía intervino; en unas horas mató a diez manifestantes –y sus
familias, ahora, reclaman justicia.
Reclaman; el Estado –como suele– se hace el tonto.
Ellos –como sus muertos– salen a la calle.
El Alto es eso y es lo otro; es,
como todos los sitios,
mucho más.
Quizá con esto ya esté todo dicho; quizá, no todavía.
Quizá no, todavía.
Hay lugares donde siempre es nunca -y no hay otros lugares.
Fuente: Cháchara