Benedict Anderson: Una vida más allá de las fronteras



Por Benedict Anderson

Para la mayoría de los investigadores, la primera experiencia de trabajo de campo es decisiva. Nunca se vuelve a tener del todo la misma sensación de choque, extrañeza y excitación. En momentos posteriores de mi carrera, pasé años estudiando y viviendo en Tailandia y Filipinas, países que me fascinaron y que amé. Pero Indonesia fue mi primer amor. Puedo hablar y leer tailandés y tagalo, pero el indonesio es realmente mi segunda lengua y la única en la que también puedo escribir con fluidez y con el mayor de los placeres. A veces, todavía sueño en ese idioma.


Llegué a Yakarta a fines de diciembre de 1961 y me quedé hasta abril de 1964. Cuando el avión aterrizó, en la oscuridad, ya había comenzado la estación de lluvias, y recuerdo vívidamente el viaje hasta la ciudad con las ventanillas del taxi bajas. Lo primero que me afectó fue el olor: de árboles y arbustos lozanos, orina, incienso, lámparas de aceite humeantes, basura y, sobre todo, comida en los pequeños puestos que bordeaban la mayor parte de las calles principales.

Un condiscípulo del último curso, Dan Lev, antes de volver a Ithaca, me había reservado alojamiento en la casa de la hospitalaria y bondadosa viuda de un juez de la Corte Suprema. Su casa, grande y confortable, estaba al final de lo que entonces era una calle “de clase alta” que llevaba el nombre del héroe nacional, el príncipe Diponegoro. Dos de sus hijos adultos todavía vivían con ella, y entre la gente de la casa también se contaban una cocinera, una criada y un chico que se ocupaba del jardín y hacía los mandados.

La historia del príncipe Diponegoro se remonta a comienzos del siglo XIX. Cuando Napoleón incorporó Holanda al territorio francés, Londres decidió apoderarse de las Indias Orientales holandesas. Stamford Raffles, agente de la Compañía de las Indias Orientales, gobernó Java entre 1811 y 1816. Al término de las guerras napoleónicas, Gran Bretaña devolvió Java a cambio de posesiones holandesas en el Cabo y Ceilán. Económicamente arruinado por el bloqueo continental, el gobierno holandés estaba en una débil posición para imponer su poder en las Indias. El príncipe Diponegoro, del pequeño reino de Yogyakarta, aprovechó esta situación para rebelarse y reunir a un gran ejército que combatió a los holandeses entre 1825 y 1830. Pero cuando fue derrotado y se lo envió al exilio, escribió que su meta era “conquistar Java”, un hecho poco conocido por los javaneses de entonces.

El día posterior a mi llegada a Yakarta, el difunto Ong Hok Ham, bien conocido por todos los indonesianistas, pasó de visita. En ese momento, era todavía estudiante en el Departamento de Historia de la Universidad de Indonesia, pero había trabajado para Skinner como asistente de investigación. Me invitó a salir con tres de sus amigos estudiantes javaneses de un dormitorio para varones del viejo campus de la universidad en Rawamangun. Con ellos, se desvanecieron de inmediato todas mis ilusiones de que hablaba bien en indonesio. Pero como los amigos sabían poco inglés, hicimos todo lo posible para entendernos unos a otros. Ong les había explicado que, si bien estudiaba en una universidad de Estados Unidos, yo era irlandés. Esto fue de mucha ayuda, porque sabían que Irlanda había tenido que combatir por su independencia, en tanto que, como la mayoría de los indonesios nacionalistas de la época, miraban con recelo a los estadounidenses.

Me dieron una comida simple y deliciosa, pero con toda intención no me advirtieron sobre el tjabe rawit, los diminutos pimientos verdes o rojos que desatan un incendio en la lengua. Les impresionó que yo fuera lo bastante valiente para no escupirlos. Luego, volvió a empezar la lluvia torrencial. Ong dijo que era imposible llegar a mi alojamiento y, como no había un teléfono a mano, lo mejor era que durmiera con sus amigos. Me dieron una pequeña toalla y un sarong que les sobraba y me mostraron cómo usar el baño de estilo indonesio. Me aficioné al sarong como un pato al agua y, a pesar de los enjambres de mosquitos, dormí como un tronco.

La mañana siguiente volví a “casa” y me disculpé efusivamente con mi casera por haber pasado afuera mi segunda noche en Indonesia sin avisarle. Pero ella no hizo caso de las disculpas. El monzón era así, dijo. Uno puede quedarse atascado en cualquier parte, y los chicos nunca dejarán de ser chicos. Esa fue mi primera experiencia de un “choque cultural”. Me parecía que había sido irrespetuoso según mis criterios europeos, pero ella no sentía en absoluto lo mismo. Más adelante, llegué a comprender la enorme diferencia entre la manera de tratar a los hombres y las mujeres solteras en la sociedad indonesia: los muchachos tenían libertad para hacer lo que quisieran, pero a las jóvenes se las vigilaba, se las cuidaba y se las mantenía en casa todo lo posible.

El siguiente choque fue muy diferente y completamente placentero. Frente a la casa, había un espacio triangular sin uso, cubierto de malezas, pasto y barro. Por las tardes, un grupo de chicos aldeanos de entre 8 y 12 años se reunía allí para jugar al fútbol. Empezaban por tirar una moneda y el bando perdedor se sacaba solemnemente los pantalones cortos (no llevaban ropa interior). De ese modo, diferenciaban a un equipo de otro. No había arcos, desde luego, pero traían con ellos a cuatro hermanas y hermanos pequeños, aún más en edad de gatear que de correr, y los usaban con todo cuidado como postes móviles.

Esa fue mi introducción a dos aspectos de la vida de los chicos indonesios comunes y corrientes. El primero era la facilidad con que los varones se desnudaban en público hasta llegar a la pubertad, algo inimaginable en Irlanda o Estados Unidos. El segundo era la intimidad entre hermanos. Desde una edad muy temprana, los chicos indonesios tienen que ayudar a los menores y respetar y obedecer a sus hermanos y hermanas mayores.

Para explicar la costumbre, mi casera me dijo: si eres mayor, tienes que rendirte ante los más chicos, darles lo que quieran, amarlos y protegerlos; si eres menor, tienes que hacer lo que tus hermanas o hermanos mayores te indican. Esto parecía contradictorio, pero realmente funcionaba. Durante mi estadía en Indonesia, rara vez vi que los hijos de una familia pelearan unos con otros, cuando mi experiencia era exactamente la contraria. Rory y yo peleamos sin cesar —para fastidio de nuestra madre— hasta nuestra partida a Eton.

Un tercer choque fue mi primer contacto con la locura. Un día, al pasar caminando por un mercado atestado, vi a una extraña figura rodeada por un enjambre de niños pequeños que reían y gritaban de manera tonta. Se trataba de una mujer joven, mugrienta y completamente desnuda, con el pelo muy largo y enredado que le llegaba hasta el trasero. En su mayor parte, la gente del mercado no le prestaba atención o, si estaba de buen humor, le regalaba algo de comida. Cuando pregunté a una vendedora quién era la mujer, me contestó: “¡Pobrecita! Algún hombre debe de haberle roto el corazón y se volvió loca. Sus padres tratan de vestirla, pero siempre se arranca la ropa”. Más adelante me cruzaría con hombres locos, también desnudos y sucios, de quienes la gente decía lo mismo. Comencé a pensar que tal vez esas pobres criaturas, que no le hacían daño a nadie, estaban mejor que los locos de Europa y América, quienes, en aquellos días, eran encerrados durante años en manicomios aislados. Aquí podían ir adonde quisieran y la sociedad, un poco al acaso, los alimentaba.

Mi dificultad inmediata fue el idioma. No tardé en enterarme de que el tipo de indonesio formal que había estudiado en Cornell era cosa de libros de texto que la gente solo utilizaba en situaciones en que prevalecía la formalidad. Mis nuevos amigos se reían de mis intentos por hablar, y los niños no entendían ni una palabra de lo que decía. Al cabo de unos tres meses, estaba realmente deprimido y sentía que no hacía absolutamente ningún progreso. Más adelante, me di cuenta de que era como aprender a andar en bicicleta: cuando empiezas, te caes todo el tiempo, pero luego, de improviso, un mágico día, le encuentras la vuelta y hasta empiezas a andar sin usar las manos. El cuarto mes, repentinamente, descubrí que podía hablar con fluidez y sin vacilaciones. Estaba tan contento que podría haberme puesto a llorar. Ahora era capaz de realizar entrevistas en ese idioma.

No me ruborizo con facilidad, pero cuando una anciana a quien entrevistaba me dijo: “Veo que puede usar padahal [algo así como ‘aun cuando’] perfectamente, eso quiere decir que está pensando en indonesio”, la cara se me puso roja de placer. Pero las dificultades aún no habían terminado. Como muchos integrantes educados de su generación, mi casera hablaba con sus hijos y sus amigos en holandés. También lo utilizaba cuando no quería que yo entendiera lo que decía, tal como mis padres se dirigían uno a otro en francés cuando no querían que nosotros supiéramos de qué hablaban. Por entonces, en Cornell no había cursos regulares de holandés. De modo que aprendí la lengua por mi propia cuenta, no para hablarla, sino para leerla y entenderla. No fue demasiado difícil, dado que yo sabía un poco de alemán, que es algo así como una versión más difícil del holandés. Pero lo hice de una manera de la que volví a valerme muchos años después cuando decidí aprender castellano. Tomé un libro grande, arduo y fascinante y avancé a los trompicones renglón por renglón y casi palabra por palabra, con un gran diccionario al lado.

El libro que elegí, y que influyó sobre mí más que ningún otro de los dedicados a Indonesia, fue el enciclopédico Javaanse Volksvertoningen, o “Espectáculos populares javaneses”, de Theodoor Pigeaud, publicado en la década de 1930. Pigeaud no era un hombre agradable; celoso del prestigio de Stutterheim, el espléndido amante de Claire Holt, había tratado de expulsarla de la colonia con el argumento de que tenía un “comportamiento inmoral”. Pero era un gran estudioso. El título del libro no le hacía justicia, dado que su autor incluía una enorme cantidad de material comparado sobre los vecinos más cercanos a los javaneses: los sondaneses, los madureses y los balineses.

El volumen contenía una asombrosa compilación de informaciones sobre cuentos populares, leyendas, máscaras y danzas con máscaras, posesión por los espíritus, teatros de títeres y grupos itinerantes de actores y payasos. Me reveló la profundidad y la complejidad de la cultura javanesa tradicional al margen de las cortes reales. Mejor aún: Pigeaud cartografiaba todas las variaciones, peculiaridades y especializaciones locales, distrito por distrito. Nada de lo que yo había aprendido en Cornell me preparaba para eso.

Gracias a ese libro, me enamoré por segunda vez, ahora de “Java” más que de Indonesia. Pongo la palabra entre comillas porque “mi” Java ni siquiera era toda ella. Oficialmente, el 90% de los javaneses eran musulmanes, lo cual significaba que estaban circuncidados (si eran varones) y se casaban y los enterraban conforme a los ritos musulmanes. Pero en el interior y el sur de la isla, sobre todo, eran muy fuertes los restos de un gran pasado hindú y budista, así como de un chamanismo, un animismo y un misticismo perdurables. La gente me hablaba de los javaneses “blancos” (musulmanes devotos) y “rojos” (nominalmente musulmanes, pero en lo fundamental tradicionales), que con frecuencia eran muy hostiles unos con otros. Si bien llegué a conocer a muchos musulmanes serios y me encantaba ir a las mezquitas tradicionales, “mi” Java era decididamente “roja”. Más adelante, muchos estudiosos me criticarían con razón por ese sesgo.

Aunque no tenía nada que ver con el tema de mi tesina, tomé lecciones de un elegante javanés con el primer gran estudioso de Java formado en Occidente, el profesor Poerbatjaraka. Cuando fui a verlo por primera vez a su pequeña y sencilla casa, advertí que una de las paredes de enlucido blanco de su estudio estaba cubierta de salpicaduras de un rojo brillante, como si en el lugar hubiera acabado de cometerse un terrible asesinato. Al cabo de unos minutos, descubrí de qué se trataba. Mientras el profesor charlaba amablemente, vi que los pocos dientes que le quedaban eran de un rojo brillante, y un momento después lanzó un enorme chorro de baba del mismo color contra la pared. Estaba mascando el inmemorial estimulante del sudeste asiático, jugo de betel mezclado con lima en polvo. Poco después comencé a tomar clases particulares de música javanesa con el hermano menor de Poerbatjaraka, Pak Kodrat, uno de los dos músicos más destacados de su generación. Sin darse cuenta, este me introdujo, más en la vida real que a través de libros, en la complejidad de la cultura y la lengua javanesas. Yo le hablaba en indonesio, usando el tratamiento de respeto con un hombre mayor (Pak). Pero durante un tiempo fue evidente que él no sabía cómo dirigirse a mí, porque pensaba en javanés. Los javaneses jóvenes no se dirigen a los adultos por su nombre personal. Él tenía edad suficiente para ser mi abuelo, de modo que podía y debía haberme llamado anak o nak, que significan “niño”, y me habría gustado mucho que lo hiciera, porque en verdad lo veneraba. Pero a sus ojos yo era “blanco” y tenía una gran educación, y además le pagaba las clases. La solución surgió cuando vio cuánto lo quería, y como él también me tenía afecto, empezó a llamarme putro, que significa literalmente “hijo”, pero que en el alto javanés (feudal) es la palabra utilizada por las personas ancianas de estatus inferior para dirigirse a los hijos de los aristócratas. Yo detestaba la palabra, pero mi anciano maestro no estaba dispuesto a ceder.

Más allá de esas cuestiones, dediqué mucho tiempo a ver espectáculos de música javanesa, teatro de sombras, danzas con máscaras, posesión por espíritus, etc., para lo cual atravesaba una y otra vez la isla en todas las direcciones. Que pudiera hacer eso y al mismo tiempo seguir con mi investigación era el producto de un golpe de suerte (para mí). Para viajar a Indonesia, me habían dado una subvención bastante pequeña que se suponía debía mantenerme durante un año y medio, un tiempo ridículamente breve para hacer cualquier tipo de trabajo de campo importante, y ni hablar si el objetivo era dominar la lengua local.

Pero en 1962 Indonesia fue afectada por una oleada inflacionaria que se aceleró mes tras mes. Como el dólar era todavía una divisa estable y respetada, recurría al mercado negro para cambiar mi dinero, como hacían por entonces todos los extranjeros, y me las arreglé para hacerlo durar dos años y medio. Esta ampliación hizo posible aliviar la servicial preocupación de Kahin acerca del progreso de mi investigación. Yo tenía la costumbre de mantenerlo informado sobre la política del momento, mientras proseguía con mi manía javanesa. Una gran parte de mi trabajo en Indonesia giraba en torno de la relación entre política y cultura. Para mi generación, esto era algo extraño. Mis compañeros y amigos cercanos estaban principalmente interesados en cosas como la democracia, el derecho, el comunismo, las constituciones, el cambio económico, etc. La mayoría de los antropólogos, tras los pasos de Clifford Geertz, se interesaban en las culturas locales, pero en un sentido antropológico (normas sociales, tradiciones, etc.), y no se preocupaban mucho por la política. Mi estadía en Indonesia me vinculó a la gente de una manera directa y sensible, pero también sentó las bases de la cualidad “culturalista” que aparecería más adelante en Comunidades imaginadas.

En cuanto a mi tesis, dividía mi tiempo y mi energía entre el Museo Nacional, que tenía una vasta colección —carcomida por los gusanos— de diarios y revistas de los años cuarenta, y entrevistas diversas. En la colección del museo descubrí revistas del período colonial tardío, la ocupación japonesa y la revolución. Una de ellas se llamaba Djawa Baroe (Nueva Java), y era el órgano principal del Sendenbu, el servicio de propaganda del gobierno militar japonés. Naturalmente, dada su índole, estaba llena de mentiras ridículas. Pero qué hermosa era: tal vez la revista más hermosa jamás publicada en Indonesia.

Nunca había sucedido nada parecido bajo la dominación holandesa. Lo curioso de la revista era la representación de los propios japoneses. Por un lado, había románticas fotografías de guapos y jóvenes pilotos en sus aviones, así como imágenes del monte Fuji y cerezos en flor. Por otro, escalofriantes fotos de generales nada sonrientes, incluido Tojo, con gafas y graciosos bigotes, y vestidos con feos sombreros flexibles y holgados uniformes del ejército.

No obstante, las fotografías eran auténticamente artísticas y reflejaban la belleza de Indonesia y los indonesios: fotos encantadoras de chicos jugando, mujeres trabajando en los arrozales, musulmanes orando y jóvenes javaneses en estrechos pantalones cortos practicando el uso militar de las lanzas de bambú. Me recordaban a los grabados japoneses y me llevaban a ver los genuinos elementos de atracción entre indonesios y japoneses, a pesar de todas las crueldades cotidianas. Con respecto a sus experiencias durante la ocupación, las personas con quienes yo hablaba me decían a menudo que los japoneses eran mejores que los holandeses, ya que, si bien unos y otros eran arrogantes, los primeros también podían ser muy corteses. Era evidente que esa dualidad los desconcertaba, pero yo notaba que ellos mismos debían de haber sentido cierta afinidad con los japoneses, con prescindencia de la habitual afirmación de que solo habían tolerado la ocupación a fin de obtener en el futuro la independencia. Los contenidos de la revista, escrita tanto en indonesio como en japonés, también daban pábulo al pensamiento: una rara mezcla de cinismo imperialista japonés y sincera solidaridad panasiática.

(*) Fragmento de Benedict Anderson (1936-2015), “Una vida más allá de las fronteras”, FCE, 2020.

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