Una historia privada de la alimentación
No se me ocurre una analogía más verdadera que cocinar y
escribir. En los dos casos se trata de transformar una materia cruda, a través
de diferentes procesos, en un deleite para los sentidos. En el caso de la
cocina, esos procesos se codifican en recetas, que en el espacio literario no
han tenido buena fortuna. Sea, pero cualquiera sabe que una cosa es escribir un
poema y otra muy diferente una novela: hay reglas implícitas en el manejo del
lenguaje (la materia prima de la cocina literaria) y en la disposición de los elementos
(nombres, verbos, predicados, localizadores espaciales y temporales, deixis,
etc.).
Por otra parte, aliñar y sazonar es tanto una virtud
culinaria como una virtud escrituraria. Una receta de cocina puede cumplirse al
pie de la letra, pero si el resultado no ha sido bien sazonado, nadie
disfrutará del plato. Con la literatura pasa lo mismo, y sólo disfrutamos de las
prosas ricas en texturas, que combinan con elegancia lo crudo y lo cocido, que
encuentran su equilibrio en el toque justo de picor, de dulzura, de salobridad
(las lágrimas), lo que se quiera.
Me gusta cocinar por dos razones: para homenajear a quienes invito
a comer, pero también para relajarme y olvidarme un poco del mundo porque, debo
decirlo, cocinar me exige un grado de concentración superlativo (admiro, pero no
entiendo, a las personas que cocinan en televisión, hablando todo el tiempo; yo
apenas puedo contestar con monosílabos las preguntas que me hacen mientras
estoy cocinando).
La cocina, además, es extremadamente privada (supone
tradiciones familiares) y, al mismo tiempo, pública (se inscribe en costumbres
culturales inmemoriales).
Mi historia privada de la alimentación es lo que yo cocino,
porque lo aprendí de mi mamá o en algún viaje. No es una cocina cosmopolita ni
global (detesto con igual fervor ambos predicados), pero sí es una cocina
heterogénea, criolla, en el sentido en que supone varias lenguas, varias
migraciones, varias maneras de relacionarse con el paisaje.
Cocinar es hermoso cuando uno lo hace por placer.
Naturalmente, el vértigo del mundo se encarga de privarnos de él. Yo por eso
recomiendo cocinar en cantidades, para poder guardar. Supongo, pues, un
freezer, un congelador. No sólo se cocina con calor, sino también con frío.
En cuanto a los ingredientes o materiales: los mejores,
siempre. Las verduras de estación, los cortes de carne más nobles. Cuanto más sencillos
los procedimientos, tanto mejor. Después de todo, como al escribir, se trata de
mezclar materias heterogéneas sin que se note demasiado la estructura. Eso sí,
la sazón será siempre el toque distintivo. Para conseguir sazonar bien sin
dejar todo librado a la intuición hay que ir probando la preparación mientras
dure el proceso, dos o tres veces. Y corregir lo que haga falta.
En mi recetario de cocina hay cosas prohibidas y otras que
uso poco. Por ejemplo, nunca como ni cocino pollo (por la horrible condición a
la que se los somete en los criaderos). Con las carnes va sucediendo
progresivamente lo mismo. En cuanto a lácteos y huevos, recomiendo que se
elijan las variedades más naturales: huevos de campo, naturalmente, y lácteos
que no hayan sido procesados con hormonas ni otras porquerías habituales en
esta época crepuscular. Productos orgánicos, en el mejor de los casos.
Ahora tengo una nieta, a quien Las cuatro estaciones le está dedicado
tanto como a mi madre. Pero estas recetas no están pensadas para niñes, porque
en ellas uso sal, azúcar y otros venenos que la puericultura actual desaconseja
firmemente. Pero la Juana del futuro podrá disfrutarlas, estoy seguro. Eso
también es la cocina: una apuesta a la continuidad de todo.
(+) Introducción
de: Daniel Link, Las cuatro estaciones. Una historia privada de la alimentación, Vera,
Buenos Aires, 2020.