Trump, el auténtico héroe americano
Por Martín Caparrós
Lo van a extrañar. Si los semidioses confusos de las
encuestas no se equivocan una vez más, a principios del año próximo –¿existe el
año próximo?– los Estados Unidos de América ya no serán gobernados por el Gran
Mal o Gran Bufón o Gran Vergüenza de los Gringos Buenos. Lo van a extrañar
tanto.
Todavía les quedan unas semanas para horrorizarse y sentirse
superiores y explicarnos por qué son superiores: americanos buenos, buenos
americanos, demócratas sin tacha. Trump es una beca Guggenheim al cubo: los
hace sentirse tan probos, tan cabales, tan morales, tan de esos adjetivos que
no se sabe bien qué significan –pero los señores ídem siempre blanden.
Mientras tanto, pocas personas han hecho más que Donald
Trump por mejorar la imagen de Estados Unidos en el mundo. Lo hizo, al asumir,
con carácter retroactivo: su torpeza calculada, sus modales astutamente idiotas
convirtieron al país de Obama –y Bush y Clinton y Bush y Reagan– en un vergel
de paz y concordia y justicia y amor y paz de nuevo.
“Vivimos una edad de oro de la democracia americana”, escribí en los días de su asunción, enero del ’17, “pero no es esta sino la que acaba de terminar: la que la irrupción del señor Trump cerró con cólera y estrépito”. Y seguía diciendo que era un mecanismo clásico y que no había mejor forma de creerse que los Estados Unidos eran un país maravilloso que compararlo con el estropicio que Trump amenazaba producir. Frente a eso que venía, lo que había quedado atrás era un portento.
Y me sorprendían tantos articulistas, políticos,
intelectuales que lloraban a gritos la desaparición de aquel paraíso. “Es
curioso. Hablan de un país donde las diferencias sociales y económicas ya son
extremas: donde el famoso uno por ciento más rico posee más de un tercio de
todas las riquezas, donde sus ingresos se triplicaron en los últimos 30 años
mientras que los de la mitad más pobre de la población se estancaron. Un país
que se gastó 800.000 millones de dólares en salvar a los bancos que casi lo
hunden –llevándolo a una crisis por la que nueve millones de personas perdieron
sus trabajos en un año”, escribí entonces y, con perdón, me voy a citar un poco
más. Era, recordemos, el país gobernado por Obama:
“Hablan de un país donde más de seis millones de personas
–el dos por ciento de su población– están presas o libres bajo palabra. (…) Un
país que lanzó, sólo el año pasado, más de 26.000 bombas de gran poder en sus
operaciones militares sobre Siria, Iraq, Afganistán, Libia y Yemen. Un país que
mantiene fuera de su territorio un campo de concentración donde encierra a
quien quiere cuando quiere cuanto quiere. Un país que tantas veces intervino en
los asuntos internos de otros, muchas con extrema violencia.
(Un país que sostiene su poder con un millón y medio de
soldados repartidos por el mundo, un país que gasta en ejércitos y armas más
que la suma de los diez países que lo siguen.)
“Hablan de un país armado, donde la mitad de los hombres
posee armas de fuego, donde unas 12.000 personas mueren baleadas cada año. Un
país donde proliferaron los mass shootings –asesinatos masivos azarosos–, en
los que un tirador mata al azar cuantos más mejor en una escuela, una iglesia,
un bar, un mall: 150 desde el año 2000. Un país donde dos de cada tres apoyan
la pena de muerte, donde 3.000 hombres y mujeres esperan ser ejecutados.
“Hablan de un país cuyos billetes dicen ‘En Dios confiamos’.
Un país donde cuatro de cada diez adultos creen que un dios creó al hombre en
su forma actual hace menos de diez mil años, como dice la Biblia.
“Hablan de un país que lleva décadas conducido por dinastías
familiares –padre e hijos, esposo y esposa– que serían tema de farsas y
vergüenzas si sucedieran en cualquier republiqueta sudaca. Un país donde los
grandes poderes económicos contratan legalmente a intrigantes para que
presionen a los legisladores para conseguir leyes que favorezcan sus negocios.
Un país donde un multimillonario racista y misógino puede llegar a presidente
por el voto de sus ciudadanos.
“Hablan de un país que también está lleno de gente
fascinante, de grandes artistas y escritores, de universidades y bibliotecas,
de innovaciones científicas y técnicas, de iniciativas generosas. Pero que no
es el modelo de virtudes que ahora pintan.”
Trump lo hizo, decíamos, al asumir, y lo va a hacer de nuevo ahora que se irá. Mientras tanto, su país siguió siendo ese país durante sus cuatro años de poder, solo que con más bulla, más grosería, menos cinismo. No miren lo que digo, miren lo que hago, suelen decir los magos de la política. Y, más allá de bravatas y sandeces, lo que hizo Trump es más cháchara que hechos. O, por lo menos, en la práctica, su administración no fue tan diferente.
Tomemos uno de sus temas más ruidosos, más cercanos: su
política con los migrantes. Números, los famosos datos: la administración del
liberal Obama, tan amable, tan solidaria, deportó, en sus ocho años, a
2.800.000 inmigrantes –la mayoría, hispanos. Trump llegó al poder rajando
contra ellos, hablando de bad hombres y muros y patadas en el culo y, en sus
tres años de gobierno, deportó a 750.000 migrantes. Va de nuevo: Obama
consiguió un promedio de 350.000 al año; Trump apenas llegó a los 250.000, un
30 por ciento menos. Y se pueden encontrar datos semejantes en multitud de
campos. Un solo ejemplo, concluyente: a diferencia de Obama, Bush y Clinton, Trump
no inició ninguna guerra.
Pero también se puede, gracias a Dios, encontrar cantidad de
escándalos y escandaletes y exabruptos brutos que mantienen bien alta su
bandera. Trump está a punto de completar su trabajo: había limpiado el concepto
anterior de su país; ahora está terminando de limpiar el posterior. Su
administración será recordada por los biempensantes del mundo como una cima del
horror, la sima de la decadencia americana y, de ahora en más, durante años, el
gran mérito de América será no ser la América de Trump. Nos lo repetirán sin
cesar los americanos buenos de los medios buenos y otros salvadores de ese país
tan demócrata que ha gobernado el mundo a través de guerras y conspiraciones y
matanzas.
Ahora, por suerte, viene un señor sensato y todos vamos a
celebrar la vuelta de la razón y las buenas formas a la jefatura de Occidente.
Vamo’ a ser felí, como diría Riquelme, porque el señor Biden habla razonable
–mientras intenta recuperar el poder perdido.
Porque si algo le reprocha el establishment americano –y
occidental– al pobre Trump, si por algo va a tener que irse, es que con sus
fantochadas y desplantes y patriotismo Big Mac se aisló, abandonó en distintos
campos la “posición de liderazgo” en el mundo que su país mantiene desde hace
un siglo. Y que, so pretexto de hacer más grande a América la sacó de muchos
espacios que le servían para eso y la achicó y dejó que la China creciera. Por
eso, ahora, deben reponer a un clásico: en un país que usa el adjetivo
unamerican -no americano- como descalificación, Joe Biden, exponente del
genuino sabor americano, un empleado de la política desde 1970, tiene sobre
todo el trabajo de recuperar esa “posición de liderazgo” que tan bien
conocemos.
Nada le va a resultar más útil, para esa tarea ardua, que
apoyarse en la necesidad de limpiar el “desastre de Trump”. Trump, como suelen
los buenos, será tan útil muerto como vivo. Hay gente que sí sabe sacrificarse
por su patria: Donald Trump, el auténtico héroe americano.
Fuente: Cháchara