Analfabetismo digital: ¿por qué aceptamos mecánicamente todos los términos y condiciones?

 

Por Sabrina Ajmechet
Universidad de Buenos Aires

Somos analfabetos. Sí, vos que estás leyendo esto y también yo, que lo escribí. El analfabetismo de la población es un gran problema, al menos así lo entendieron los Estados a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Esta idea influyó enormemente en las acciones de nuestros dirigentes, que creyeron en la educación pública, gratuita y obligatoria como un dispositivo central para intentar solucionarlo. Actualmente la Argentina es un país considerado libre de analfabetismo, ya que quienes no pueden leer y escribir son menos del 2 % de la población.



Sin embargo, en el 2020 no parece suficiente saber leer y escribir para no ser analfabeto. Tanto es así que una preocupación actual en muchas sociedades es la del analfabetismo digital, que describe la situación de quienes tienen un alto nivel de desconocimiento de las nuevas tecnologías y que, por lo tanto, no pueden acceder a las posibilidades que da interactuar con estas. Sin embargo, aún no hemos inventado una palabra que describa a las personas que utilizamos con frecuencia internet y las más diversas aplicaciones pero que, sin embargo, al usarlas no somos conscientes de los potenciales riesgos a los que nos exponemos.

El universo al que me refiero es al de todos los que, cada vez que bajamos una nueva app, scrolleamos rápido hasta abajo dándole aceptar a términos y condiciones que nunca leemos y jamás nos enteramos de qué se tratan. No sabemos qué información estamos aceptado compartir ni tampoco qué datos podrán obtener de nosotros en el futuro. Muchos de los que aceptamos mecánicamente estos contratos —porque nuestro interés reside en tener la aplicación— somos, al mismo tiempo, personas conscientes de lo que significa compartir nuestra intimidad. Por eso, cuando al gobierno se le ocurre que asociemos nuestros datos a la tarjeta SUBE, preferimos no hacerlo, para que no conozca nuestras rutinas, de dónde a dónde fuimos y si preferimos el subte o el colectivo.

Pero ¿qué es lo que puede hacer Facebook, Twitter, Tik Tok, Instagram o FaceApp con mi información? ¿Para qué les puede interesar? En el peor de los casos, imaginamos ser un dato agregado que se convertirá en una parte de big data para predecir o controlar grandes comportamientos. Pero no imaginamos el impacto en nuestra individualidad. Hasta que googleamos un jean y nos empiezan a aparecer pantalones en todas nuestras plataformas. O leemos que se puede segmentar la información y en una campaña política un candidato puede hacer que de sus múltiples —y contradictorios— mensajes solo nos llegue a aquellos con los que deberíamos tener una tendencia a acordar según marcan nuestros usos, consumos y costumbres.

Durante mucho tiempo insistí con vehemencia en la idea de que el encargado de mi edificio sabe más cosas sobre mí y es potencialmente más peligroso que cualquier información que procesa mi celular. ¡Lo equivocada que estaba! Mi smartphone conoce mis rutinas mejor que nadie. Me llevó mucho tiempo entender que podía pedirle a Alexa que prendiera las luces de mi cuarto automáticamente a la mañana para despertarme, que podía programar mis electrodomésticos para que me tuvieran listo el café a la hora en la que desayuno y lavada y escurrida la ropa para el momento en el que vuelvo del trabajo a mi casa. La internet de las cosas todavía vive solo parcialmente entre nosotros, pero cada vez nuestra vida se parecerá más a Los Supersónicos, el dibujo animado con el que crecimos los niños nacidos en los ochentas.

Somos analfabetos decía como provocación al principio. Y nos convertimos en eso cada vez que firmamos contratos sin conocer las condiciones. Esto tiene que cambiar, tiene que producirse ese impulso pedagógico que acompañó a los dirigentes finiseculares. Para eso, en principio, es necesario ver que tenemos un problema. A partir de ahí, las soluciones pueden ser múltiples y sencillas de implementar. Puede haber una institución de la sociedad civil, preocupada por velar los derechos y las libertades de los individuos, que ponga a disposición de la ciudadanía un conciso resumen sobre lo que estamos aceptando en cada oportunidad. Lo puede hacer también alguna de las agencias estatales, sirviendo a su población. Se trata de invertir tiempo y poder codificar un lenguaje especialmente diseñado para que los legos no lo comprendan, y hacerlo accesible para todos. Se puede, incluso, incentivar a las aplicaciones —a las empresas— para que les acerquen a sus usuarios estas bases y condiciones en formatos que ellos puedan comprender.

Las posibles soluciones son múltiples pero, por ahora, estamos habitando el tiempo de tomar conciencia sobre el problema. No sabemos cómo estos datos —que se están acumulando cada vez que nos geolocalizan, en cada interacción que tenemos con otros individuos y cuando navegamos por internet— se podrán utilizar en algunos años, cuando las tecnologías para su análisis se perfeccionen y del big data se pase, posiblemente, a tener un mapa individualizado y muy completo sobre cada uno de nosotros. ¿Podrá un algoritmo, con la información que le damos al mundo virtual, llegar a conocernos más que lo que nos conocemos nosotros mismos? Hay pensadores y hacedores de política que están convencidos de que sí. Durante la pandemia de covid-19 creció el debate sobre el uso de datos privados para el bienestar público. Aprovechemos esta conversación para ponerlo en la agenda argentina y empezar a buscar una solución.

(*) Pospandemia. 53 políticas públicas para el mundo que viene. Centro de Evaluación de Políticas basadas en Evidencia (CEPE), Universidad Torcuato Di Tella (2020).

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