El mejor desastre
Por Martín Caparrós
Lo mejor que le podría pasar al mundo es un desastre.
Primero lo escribí y después lo leí; a veces pasa: “Lo mejor
que le podría pasar al mundo es un desastre”. Ya escrito volví a mirarlo y,
recién entonces, me dejó perplejo. Yo quería decir que al mundo le estaba
pasando lo mejor que le podía pasar y que, sin embargo, es un desastre. Pero
también dije, sin querer, que nada mejor que un desastre podría pasarle al
mundo: el retorno de aquel viejo refrán de cuanto peor mejor. Las relaciones
entre esas dos ideas –que la misma frase pueda decir las dos– me intrigaron.
Quise decir –¿quise decir?– que, pese a todo, al mundo le
está pasando algo rematadamente bueno: que, con todas las limitaciones que el
miedo –personal y estatal– nos impone, muchos nos estamos dando cuenta de que
no necesitamos tantas cosas que creíamos indispensables.
Corren días extraños para la clase media del planeta: días
de revisar la forma en que vivimos. Llevamos meses y meses casi sin salir, casi
sin comer afuera, casi sin gastar coche y gasolina, sin usar ropas complicadas,
sin viajar, sin bailar, sin ir a un festival o a una cancha de fútbol, sin
darles tiempo y dinero y energía a tantas cosas que estructuraban nuestras
vidas. Y creo que muchos estamos entendiendo que ese SinSín funciona: que no
necesitábamos tantas cosas que creíamos que sí.
A partir de eso imagino que muchos estamos imaginando la
posibilidad de vidas más austeras, más simples, más baratas: que podríamos –o
incluso querríamos– vivir sin muchas de esas cosas que se revelaron
radicalmente innecesarias. Y descubriendo que, al mismo tiempo, al no gastar en
ellas podríamos trabajar bastante menos: que no tendríamos que entregar tal
porción de nuestras vidas para recibir a cambio objetos y servicios que podríamos
perfectamente no tener, no usar.
¿Muchos de ustedes extrañan todo lo que hacían antes?
¿Muchos extrañan todo lo que hay que hacer para tenerlo?
O sea: que este sería el momento perfecto para replantearnos
nuestras vidas, nuestros modelos de consumo, nuestros sistemas de trabajo. El
mundo parece capaz de vivir con mucho menos que lo que usaba hasta principios
de año: menos consumo de materias primas, menos labor, menos despilfarro.
No es nada original: hay gente que lleva décadas hablando
del decrecimiento. Son pocos: critican esta elección –que nadie hizo– según la
cual la única forma de vivir es la fuga hacia adelante. Esa idea de que el
mundo es una bicicleta –que si no avanza se cae– es la base del capitalismo
global pero no es, ni mucho menos, la única posible. Y es, en cambio, la manera
segura de ir a chocar contra aquel paredón ahí adelante. El crecimiento global
consiste en que cada vez más personas quieren vivir como vivíamos –hasta hace
cinco meses– los que podíamos, y esa carrera hacia ninguna parte es la mejor
manera de acabar con todo: con los recursos del planeta, con la convivencia
entre sus habitantes, esas pequeñeces.
La noción es compleja y lleva, insisto, años dando vueltas.
Pero una cosa es proponerla, charlarla en reducidos círculos y otra –muy muy
otra– que el azar de un animal pequeño nos haya puesto a todos a
experimentarla. Y que muchos hayan sentido que podían vivir mejor con menos.
Habrá que ver: las ideas, a veces, circulan de las maneras
más abstrusas. Y se supone que los cambios suceden cuando hay suficientes
personas que creen que son deseables y posibles.
Quizás este desastre termine sirviendo para eso. Es lo mejor
que le podría pasar al mundo –pero igual es un desastre.
Solo queda un problema: el mundo. A primera vista parece
como si todo pudiera arreglarse con un cambio de idea: abandonar ese estado
mental que te pone frente a la obligación de ganar más para consumir más, para
tener el último modelo y el modelo más grande y el modelo más caro para mostrar
que te ha ido “bien en la vida”. Pero resulta que hemos armado un mundo tan
idiota que, para que todos subsistamos, tantos tenemos que hacer tantas cosas
superfluas. Vivimos de eso: dependemos de esa locura para ganarnos las
lentejas.
Sucede en todos los sectores, pero hay algunos donde es aún
más evidente. Aquí en España, por ejemplo, la hostelería: hay tantos bares,
tantos restaurantes, tantos hoteles y chiringuitos y pensiones y discos y
boleras que uno de cada ocho españoles, dicen, come de eso. Son, en general,
cosas de las que podríamos prescindir perfectamente. Pero resulta que, si
prescindimos, uno de cada ocho paisanos se queda sin trabajo. Es curioso
pensar, de pronto, en la porción enorme de personas que vive de hacer cosas que
no se necesitan: vendedores de cremas, registradores de la propiedad, chef dos
estrellas, asistentas, decoradores de interior de coches, escritores diversos,
camareros de discoteca, patrón de discoteca, tejedoras de foulards azules,
empacadoras de foulards azules, distribuidores de foulards azules, vendedoras
de foulards azules, repartidores de foulards azules, y así hasta el infinito.
Nuestro mundo está organizado sobre la base de ese consumo inútil.
Son toneladas de comida que se tiran, manadas de coches que
se atascan, ropa que se acumula en los armarios, foulards azules, trabajos
propios que hacen otros. Nada de eso –nos mostraron estos días desastrosos–
resulta realmente necesario para los que, supuestamente, lo deseamos y
compramos; solo lo necesitan los que los hacen y los venden, porque viven de
eso. Todo el misterio, entonces, está en pensar cómo se hace para que las
personas puedan vivir sin dedicarse a producir objetos y prestar servicios
perfectamente innecesarios. Ese debería ser el gran desafío de este momento, no
cómo volver al despilfarro idiota, angustiante del año pasado.
Tendríamos, para eso, que pelear contra la enorme máquina
que intenta convencernos de que la vida sin esa chaqueta o una semana de playa
o la salida de los viernes no es vida. Es la máquina de todos los que viven,
los que vivimos, del consumo superfluo: tantos, tantos. Algunos son muy ricos;
la mayoría apenas llega a fin de mes. Los medios –sus medios– insisten sin
parar en que la vida es eso; empezamos a sospechar que no siempre, pero cómo.
¿Habrá otras formas? Esa búsqueda parece, ahora, la clave de
la supervivencia. Y está, quizá, gracias a la peste, un poco más presente: el
virus de la duda no se erradica fácil. Deberíamos buscar las formas de producir
solo lo necesario –redefinir lo necesario– y disfrutar del tiempo y el espacio
que eso nos dejaría: no es simple, puede tardar años y años. Se precisa que
haya suficientes personas que empiecen a creer que eso es deseable y es
posible. Y, supongo, que haya sacudones, desastres como éste que nos muestren,
de tanto en tanto, que la vida puede ser distinta.
Y que quizás hasta queremos que lo sea.
Fuente: Cháchara