Néstor García Canclini: “¿Qué son los ciudadan@s, les ciudadanes?”
Por Néstor García Canclini
Corrientes actuales recolocan esta pregunta con distintas
perspectivas. Vimos elaboraciones intelectuales, como las de Foucault,
Lévi-Strauss y Harari, las de movimientos socioculturales enfrentados al
deterioro social y la desciudadanización, como en las dictaduras
latinoamericanas, las confrontaciones extremas con los límites de lo humano a
causa de los feminicidios, el trozamiento de cuerpos o su desaparición. Al
sentir insoportables estas experiencias, algunos niegan humanidad a sus
ejecutores y piden la pena de muerte. En otra dirección, a veces vinculada, la sustracción
de datos y de poder de decisión de las personas, o que tantos delegan
voluntariamente en sistemas algorítmicos, también desdibuja la identidad y las
fronteras de lo humano trazadas por la modernidad.
La historia de las conquistas coloniales es la historia de
las dudas sobre la identidad: de los otros y de quienes conquistan. ¿Los indios
tienen alma? También vemos, años o siglos después, que se discute: ¿con qué
derecho los occidentales, siendo tan distintos entre nosotros, sometemos a los
diferentes? ¿Las máscaras africanas y las vasijas americanas son arte? No
obstante, un tiempo más tarde se dice: los museos de bellas artes, de arte
moderno o contemporáneo están incompletos si las obras no occidentales faltan
en ellos. Sabemos cuántas veces las respuestas que prevalecen en estas oscilaciones
son las de los imperios que ahogan las resistencias, las de quienes
institucionalizan las revoluciones, incluso las tecnológicas capturadas por
monopolios. Nuestro tiempo no es la excepción. Quizá su novedad es que
múltiples ciudadanías desprograman lo que la soberbia imperial y ahora los
algoritmos parecían ordenar. Las preguntas desestabilizadoras provienen de
muchos lugares. Millones de indígenas americanos, asiáticos, afros o
afroamericanos, los movimientos feministas y lgtb, contribuyen a reescribir la
pregunta sobre lo humano. ¿Qué son los ciudadan@s, les ciudadanes?
La desconstrucción radical de las nociones liberales de lo
humano está conmoviendo los principios de las democracias y de las izquierdas
históricas: qué significa defender derechos, qué pueden ser y hacer los
organismos de derechos humanos y los ciudadanos que batallan por ellos. Quienes
no dudan del “orden natural”, ni que existen sólo dos géneros, ni de su nación,
religión o etnia que consideran elegida, no se sienten conceptualmente
inseguros. Tambalean, sin embargo, por los reclamos de ciudadanía de los extranjeros
a esas clasificaciones.
En la temporada eufórica de la globalización, aceptar
políticas de pluralidad fue el recurso de los demócratas dispuestos a valorar
la diversidad sin imponer síntesis de mestizaje nacional, opciones tajantes de
género o simple dominación de los más fuertes. Todavía la ONU, la Unesco y
organismos nacionales u ong emprenden políticas sociales y culturales apoyados
en esa visión plural del mundo. Sus efectos limitadísimos contrastan con el
tamaño del desquicio.
Tampoco las selecciones arbitrarias de rasgos de lo humano
hechas por las empresas que lideran la concentración transnacional de los mercados
–las cincuenta corporaciones con más ganancias, Facebook y demás capturadores
de datos y programadores de algoritmos– acuerdan patrones duraderos de
convivencia intercultural.
Así como la pregunta qué es el hombre no puede recibir ya
una respuesta universal u homogénea, también quedan cortos los reconocimientos
voluntaristas de la pluralidad. Es comprensible la intención de las políticas
multi- o interculturales de querer una gubernamentalidad pacíca, no
autodestructiva, del mundo. Pero la falta de organismos globales y acuerdos rmes
que provean reglas y sanciones para garantizar esas políticas, la ruda
competencia de economías financiarizadas y despreocupadas del sentido social,
hacen difícil encontrar sitio al pluralismo.
Aquí nos confrontamos con la pérdida de los sujetos y del
sentido. Desde Marx y los movimientos sociales del siglo xix y principios del
xx, las ciencias sociales hicieron tenaces esfuerzos para pasar de lo abstracto
a lo concreto, de la filosofía especulativa al conocimiento empírico de las
clases sociales y naciones, aun con lo que puedan tener de imaginadas. Se
trató, asimismo, de conocer las estructuras de dominación de las empresas y las
formas de resistencia con valor estratégico. Sus aportes para comprender el
papel de los ciudadanos en las naciones y en el capitalismo industrial,
descifrar los logros y fracasos de los procesos emancipadores, pierden vigencia
en tiempos de abstracción financiera y abstracciones algorítmicas. ¿Cuál es el
lugar de los sujetos desposeídos por fuerzas que desbaratan el sentido?
Las identidades, abstracciones que ganan “realidad” cuando
están en peligro, resurgen como posibles diques ante la globalización digital. Sus
escasos logros, aun en potencias económicas y tecnológicas, vuelven patente lo
que la antropología afirma desde hace décadas: más que identidades esenciales y
autoconsistentes, existen modos de identificarnos, de imaginar a qué
pertenecemos, con quiénes vale la pena asociarnos y de quiénes diferenciarnos.
Por eso, son volubles y sus resultados de corto alcance.
Al expandir las redes a las que cada uno puede pertenecer
experimentamos el vértigo de las muchas maneras de ser humano, la variedad de
desempeños identitarios posibles: usar varios pasaportes, vivir en lenguas
distintas, tener una parte de la familia en un país y al resto en varios
distintos, elegir entre opciones sexuales, combinar en mi ropa, mi comida y la
decoración de mi casa referentes heterogéneos. Mi búsqueda de reconocimiento se
reparte entre otros diversos.
No se arregla esta dispersión de convivencias ampliando la
pregunta de qué es el hombre a qué es ser hombre, mujer u homosexual, al habitar
en varias culturas. La dificultad de llegar a definiciones universales induce a
críticos de la contemporaneidad a concluir que vivimos en sociedades de
desidentificación. Mirado desde un ventanal pluricultural, estamos en un tiempo
de multiidentificaciones. Para nuestro tema, equivale a reconocer que auctuamos
entre desciudadanización y nuevos formatos de ciudadanía.
Políticos y economistas avisan de los riesgos de esta
disgregación. No se sabe quién toma las decisiones ni cuánto tiempo se
sostendrán, quién nos asigna un lugar y un salario en el mercado de trabajo,
quién nos perjudica y contra quién rebelarnos, quién nos habla en los medios y
las redes. La incertidumbre se refuerza, ya vimos, cuando los circuitos algorítmicos
nos despersonalizan. El uso mercadotécnico y lejano de sus saberes genera
ilusiones de agruparnos como usuarios y nos decepciona cuando intentamos hacer
valer derechos.
¿Es pertinente aún emplear otras categorías, como la de
clase, para ubicarnos en este periodo de desigualdades agravadas? A los
partidos tradicionales, incluso a los demócratas estadounidenses, vuelve a
importarles la redistribución. A veces las políticas de derecha, como las de Trump,
del Reagrupamiento Nacional de Le Pen y del bolsonarismo en Brasil, aprovechan
para beneficiarse con el malestar que engendran las desigualdades y los
despojos, pero culpan a enemigos difusos con identidades mezcladas:
extranjeros, homosexuales, ateos, intelectuales, académicos, izquierdas y los
que cada paisaje nacional haga más visibles.
La lucha política propicia simplificaciones semejantes entre
quienes enarbolan posiciones críticas; el partido Podemos habló en un tiempo de
“la casta”, López Obrador de los “fifís”. Como consecuencia, las antiguas motivaciones
de las luchas sociales –obreros contra patrones, empleados contra gobiernos,
ciudadanos contra militares– se diluyen en enemigos variadísimos que sentimos
que nos desprecian. Permanece en algunas batallas el odio contra los ricos y
los políticos enriquecidos, con motivaciones y tácticas que vuelven difícil
aglutinar las resistencias: así como los chalecos amarillos se sienten
menospreciados por los que viven en grandes ciudades, porque la gasolina se encarece
o el hospital está lejos, las desigualdades latinoamericanas llevan a
culpabilizar a los que están en la capital, a los bancos, los especuladores de
fondos de inversiones o antiguos adversarios locales. Sin una visión integrada,
donde se aprecie la combinación de responsables específicos, los vínculos entre
cárteles, corporaciones y políticos, el Poder es una mayúscula anónima. La
experiencia de los últimos años deja al ciudadano la sensación de que pueden meter
en la cárcel a algún presidente (en Perú a tres y uno se suicidó), a un enlace local
de Odebrecht o a capos mafiosos, pero las redes y los aparatos corruptos
continúan ocultos y activos. ¿A dónde reclamar, a qué número 1-800 llamamos
para defender nuestros derechos humanos?
Al desmenuzarse el sentido social en tantos frentes
enigmáticos, donde parece interesar poco el sentido, al menos como lo
entendieron las burguesías, los movimientos emancipatorios, la filosofía y las ciencias
sociales modernas, debemos rehacer las preguntas de Kant y los fundadores del
pensamiento liberal, incluso la cuestión de Ricoeur: ¿cuál es el sentido del
sentido? No digo abandonar estas preguntas, sino repensarlas en este tiempo
evasivo en el que las inversiones son fugaces, como los tuits o los chats en
que participamos y la semana siguiente borramos. O quizá son menos pasajeros de
lo que parecen, se acumulan en una memoria personal –no sólo en la del disco
duro o la nube–. Por eso estamos tan pendientes, no solamente en las series, de
si hay final, desenlace, a dónde conduce todo esto.
Gayatri Spivak sostenía que debemos instruirnos, en vista de
la heterogeneidad de conflictos, en el “doble vínculo del emigrante”. Agregaría
los más numerosos vínculos de las generaciones jóvenes, habitantes de varias
culturas, medios y redes. Ella proponía, entonces, “aprender a vivir con
instrucciones contradictorias”.
Extendería de esta manera su sugerencia. Las indecisiones de
lo real y lo virtual nos desorientan a los ciudadanos y estimulan el cinismo oportunista
de los políticos, las empresas y algunos movimientos sociales, que tan bien
ironizó Groucho Marx (“Estos son mis principios: si no les gustan, tengo
otros”). Asumir la heterogeneidad de las resistencias me hace pensar en otro
modo de entender la conflictividad sin totalizaciones, y las formas de actuar
como latinoamericanos, incluso como disidentes dentro de cada nación, género o
etnia. La vía inicial para hacerlo, más modesta que suponer que contamos con
una antropología o epistemología del sur, de la descolonización o de las
tecnologías y sus alternativas, sería explorar de modo flexible cuándo sirven
como lugares para ir a pensar y ensayar modos distintos de acción.
No descarto insistir en que las instituciones se renueven,
usar cuando valga la pena vías clásicas de participación ciudadana (el voto, los
presupuestos participativos, las protestas en calles y pantallas), las rebeliones
de los espiados, los circuitos de resistencia, las pequeñas redistribuciones de
poder que ocasionalmente suceden en una ciudad o un organismo dedicado a la
integración regional. Pero para explorar formas ciudadanas que no queden
atrapadas en las instituciones ni en las aplicaciones y sus lucros, me atraen
los movimientos que renuevan sus estrategias y sus liderazgos, las experiencias
colectivas e individuales, que se insertan a la vez en lo micro- y macrosocial,
hacen con ellas montajes, y, ante la prepotencia de quienes creen controlar la
sociedad, los lenguajes y algoritmos, miran como si dijeran: fíjense que
nuestras preguntas son otras y no nos asusta que sean contradictorias.
¿Ciudadanos reemplazados por algoritmos? No es una noticia
falsa, sólo una dimensión de lo que está sucediendo.
Fragmento de: Néstor
García Canclini, Ciudadanos reemplazados por algoritmos, BiUP, 2020, pp.
159-164.