Déjala correr

 
Horacio Shawn-Pérez

 

Vivo en una ciudad costera del sur estadounidense. Me di cuenta de que siempre estamos hablando del agua. Quizás no necesariamente del agua, así con todas las letras, pero sí de temas que involucran al agua. Por ejemplo, nos preocupamos muchísimo por las inundaciones. Tenemos temporadas de huracanes. Cada vez que hay una catástrofe en puerta, los supermercados se llenan de gente buscando agua embotellada (y papel higiénico, también, el otro componente clave de nuestra supervivencia). Siempre nos están alertando sobre una posible tormenta de mil años, las que se supone que ocurren cada mil años, por lo cual no deberíamos preocuparnos porque la nuestra ocurrió hace menos de diez. Pero nos preocupamos. Miren, si no, nuestros armarios llenos de agua embotellada y papel higiénico.



Otro tema de conversación que surge habitualmente, en especial en las reuniones públicas de los ayuntamientos (estas reuniones no fueron estudiadas debidamente por ningún etnógrafo), concierne a la escorrentía. Se llama así  a la corriente de agua que se vierte al rebasar su depósito o su cauce, sea natural o artificial. En mi ciudad, por lo menos, siempre hace referencia a los canales abiertos que se llevan el agua que desborda los lagos y los ríos, y, a veces, también de las calles. Con tantas lluvias sucede a menudo. La queja en esas reuniones públicas es siempre la misma: que esas escorrentías apestan. Un hombre dijo una vez que olían como los zorrillos muertos que había dejado secándose al sol el verano pasado, lo cual me hizo pensar en quiénes son exactamente mis vecinos.

Pero no es un asunto meramente municipal. A medida que aumentan las áreas urbanas, también lo hace la escorrentía urbana, lo que afecta directamente la calidad y el almacenamiento del agua superficial. Los lagos y ríos en entornos urbanos y sus alrededores contienen desechos plásticos, detergentes, pesticidas, metales pesados ​​y otros contaminantes. Esto puede causar una toxicidad aguda para los organismos acuáticos, o incluso presentar un riesgo crónico para los ecosistemas y los humanos a través de los mariscos y el agua potable. Por ejemplo, el síndrome de mortalidad por escorrentía urbana es un fenómeno que describe mortandades masivas de salmón en el noroeste del Pacífico debido a aguas pluviales no tratadas.

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Entiendo que la toxicidad de la escorrentía urbana está mal definida y potencialmente subestimada a nivel mundial. Supongo que hay mucha gente trabajando para que esas cosas no se sepan, pero no quiero vestirme el traje de conspiranoico. Investigadores como Mathieu Lapointe, investigador postdoctoral en la Universidad McGill, y Nathalie Tufenkji, profesora de Ingeniería Química en la Universidad McGill y Cátedra de Investigación de Canadá en Biocoloides y Superficies, piden a las ciudades que gestionen y traten mejor la escorrentía urbana para proteger las fuentes de agua potable y reducir los impactos en los ecosistemas acuáticos.

Argumentan que se deben implementar acciones y políticas internacionales para controlar la liberación de contaminantes y prevenir impactos ecológicos adversos. “Las ciudades densamente pobladas necesitan soluciones sostenibles como estanques de retención y tanques de sedimentación para tratar y almacenar simultáneamente la escorrentía”, dijeron Lapointe y Tufenkji. “Tales procesos de retención podrían actuar como tanques de compensación en el sitio y al mismo tiempo eliminar varios contaminantes de la escorrentía antes de la descarga en aguas naturales”.

A mí me parece bien. Tengo planeado proponerlo en la próxima reunión municipal. No sé qué pensará mi vecino, el de los zorrillos muertos.

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