García Canclini: la dictadura sanitaria por el coronavirus y la vigilancia corporativa generalizada
Por Néstor García Canclini
Ni las caídas del muro de Berlín y de los bancos en 2008, ni
el derrumbe de relatos en la posmodernidad ni el rearmado precario en la
“integración” globalizada habían desbaratado tan rápido lo que creíamos
entender sobre las desigualdades y la sobrevivencia o el futuro del trabajo
bajo la especulación financiera. Recordamos que pestes de otros siglos o el
sida, el Ébola, el SARS, la H1NI1 habían destruido millones de vidas, pero el
alcance devastador del Covid-19-19 obliga a nuevas preguntas. Por eso me
propongo diferenciar los deseos sobre lo que quisiéramos que ocurra luego de la
pandemia, de lo que es razonable esperar y lo que podemos pensar y hacer ahora.
Me centro en cómo se altera nuestro modo de comunicarnos e incomunicarnos y si,
a partir de los cambios actuales, es posible que los ciudadanos transformemos
las maneras de acompañarnos y tomar distancia, entender las desigualdades y lo
que es ineludiblemente común.
La desciudadanización - o sea, la pérdida de derechos de los
ciudadanos- viene ocurriendo desde que la videopolítica trasladó la formación
de la opinión pública de las plazas y las calles a las pantallas. La ampliación
del espacio social y las interacciones en Internet redistribuyeron el micrófono
en las redes y nos volvieron a todos vulnerables: nuestros comportamientos son
grabados y combinados en algoritmos de lo íntimo (opiniones, gastos,
temperatura, formas de atendernos o rebelarnos). Todo esto se acentuó en la
pandemia, pero con un reordenamiento sorprendente en las interacciones entre
Estados, empresas y ciudadanos. Entre instituciones y aplicaciones.
Sintetizo rápido mutaciones en nuestras herramientas y en el
lenguaje:
- En 2000 decíamos zapping y ahora googlear y streaming.
- Del disquete pasamos a USB y la nube.
- Los adolescentes no saben qué es un fax; usan WhatsApp,
Instagram y Snapchat.
- El walkman, el casete y el CD fueron olvidados; ahora,
Spotify o YouTube.
- En vez de DVD y Blu-Ray, Netflix, Prime y Hulu.
Y una rejerarquización importante. La radio y la TV dejan de
transmitir desde sus estudios y editar la información y los espectáculos: los
periodistas, opinadores, músicos y animadores de talk shows hablan y cantan
desde sus casas. Sin proponérselo, dice Raúl Trejo, “se convierten en
youtubers”. Ganan simultaneidad y espontaneidad, pero las transmisiones pierden
calidad y la confusión de datos de expertos y experiencias artísticas
desteñidas o engaños y otros virus hacen desear que acabe el virus de la
pandemia para que retornen los editores, disminuidos en la prensa y los medios,
casi inexistentes en las redes.
Creímos que los novedosos dispositivos digitales
acrecentarían la participación. Cuando advertimos que empoderábamos a cuatro
gigantes electrónicos (Google, Apple, Facebook y Amazon) con nuestros datos,
para que los revendieran y nos controlaran, el lugar de los ciudadanos en la
globalización fue diluyéndose.
No basta entender las sorpresas tecnológicas para captar qué
está sucediendo. Megalópolis como la Ciudad de México y otras latinoamericanas,
donde fallaron los programas para reducir el tráfico y la contaminación,
muestran sus calles semiabandonadas. En pocas semanas, países modélicos
–Estados Unidos y Gran Bretaña para neoliberales, varios europeos para
admiradores de lo que resta de socialdemocracia- encabezan las estadísticas de
enfermos, sin capacidad de atender a todos.
Quienes repudiaban que el Estado gastara en bienes públicos
destinan millones de millones de dólares para aminorar la catástrofe. Estados
de bienestar con investigación de punta ofrecen a miles de moribundos, ante el
déficit de camas con respirador, apenas un iPad para despedirse de la familia.
Enemigos del populismo en Argentina elogian a Alberto Fernández, mientras que
el líder macrista, Horacio Rodríguez Larreta, jefe de gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires, lo acompaña para avalar medidas severas: pareciera que la
pandemia ha suspendido parcialmente la grieta política de décadas (aunque
resurge en la falla con las colas de jubilados mal planeadas en los bancos).
¿Salvar vidas o la economía? La respuesta llega de
organismos que incitaron a endeudarse: el Banco Mundial y el FMI, sus
directores, piden en comunicado conjunto del 26 de marzo que los países
industrializados “congelen el reembolso de deudas” para 76 naciones de bajos
ingresos y promueven para todos “restablecer el empleo” y atender la salud. Se
ahondan las sospechas sobre la democracia, decenas de grupos de investigación
(dos en París), estudian si el autoritarismo asiático, el control de la
población mediante metadatos, o algún arreglo de la democracia occidental es
más eficaz para detener los funerales.
Intentar predecir cómo cambiarán nuestras maneras de vivir y
esperar, en las élites y en las masas, es temerario: se ve en el desconcierto
de organizadores de congresos y torneos deportivos programados para mitad de
año que no saben en qué mes podremos viajar. Al 2 de abril, 3 mil millones de
seres humanos están confinados en sus casas. En 208 países el coronavirus está
exigiendo reorganizar la vida.
¿Ciudadanos
empoderados?
Lo ocurrido antes y durante la pandemia con los recursos
tecnológicos de control social y con las rebeliones hace dudar de si el
experimento actual con el teletrabajo masivo y el aislamiento serán
aprovechados para inhibir largo tiempo las protestas (de China a Chile) o
pueden ser aprovechados para fortalecer a los movimientos ciudadanos.
Diferenciemos los deseos sobre lo que quisiéramos que ocurra
después de la pandemia de lo que es razonable esperar. Luego de todas las
revoluciones fracasadas del siglo XX, esa palabra suele aplicarse a otras tres
transformaciones: la ecologista, la feminista y la digital. El ecologismo se
expandió como movimiento social, pero los objetivos fijados por organismos
internacionales para 2020 no se cumplen porque no se quiere racionalizar el
crecimiento económico enfrentando a transnacionales, o por la indiferencia de
los contaminadores en Jefe (China, Estados Unidos, Rusia).
Las rebeliones feministas y los cambios cotidianos en las
prácticas de género dan sentido a usar el término revolución. Sin embargo, sus
logros en la legislación (matrimonio igualitario, legalización del aborto,
reconocimiento de derechos en la educación) ocurren en pocos países o ciudades.
Es una revolución más societal que de los Estados e instituciones. La vibrante
fuerza y expansión de los feminismos permite imaginar avances institucionales
duraderos y más extendidos, pero el sitio central de las marchas del 8 de marzo
de 2020 en los medios fue desbancado en la misma semana por el coronavirus.
Donde suena más convincente el término revolución es en los
dispositivos y comportamientos digitales. Las corporaciones electrónicas
reorganizan la comunicación social y subordinan a los Estados y organismos
internacionales. ¿Cuáles son sus claves? Expansión veloz de la oferta, acceso
global de los usuarios a información y entretenimiento sustrayendo datos y
vendiendo su articulación algorítmica para controlar los comportamientos. La
mezcla de servicios, espionaje y disciplinamiento masivo ha sido revelada por
expertos y tímidamente enfrentada en zonas limitadas, como la Unión Europea con
su Reglamento General de Protección de Datos, aplicado desde mayo de 2018.
La destrucción de la flaca gobernabilidad mundial y la
cancelación de la ciudadanía se extrema en la pandemia: China posee 400
millones de cámaras en sitios públicos (1 cada 4 habitantes) y nos impresiona
por su capacidad de detectar en cada cuadra comportamientos “peligrosos”.
¿Qué podemos esperar?
Ante este paisaje, en vez de predicciones, es preferible
discernir qué parece esperable y qué no. Sobre todo, lo estratégico por
debatir.
1. Hay una recuperación de la ciudadanía, que venía
manifestándose en los movimientos feministas. Los ambientalistas advirtiendo de
la crisis climática; jóvenes indignados y precarizados; primaveras árabes y
latinoamericanas cuestionando el control político-mediático; las rebeliones de
los espiados (Telegram, foros y agencias independientes de verificación de
datos, criptopunks y otras redes de contrainformación). La pandemia muestra en
muchos países que los ciudadanos-consumidores vamos delante de los gobiernos en
organización para cuidarnos, distribuir servicios alimentarios y de salud a
domicilio, y compartir información de manera rápida y globalizada.
Los partidos y sindicatos, desacreditados mundialmente desde
hace décadas, quedaron enmudecidos. Sabemos por movimientos de solidaridad
ciudadana (pienso en los sismos mexicanos) que suelen ser de alta intensidad y
corta duración. Pero, como todo es tan inédito, vale indagar qué facilitaría
consolidar en tiempos de postpandemia algunas de sus novedosas iniciativas. Las
que se fortalecen en redes digitales, exigen a las corporaciones controlar
noticias falsas o no proveer datos a gobiernos antipopulares, ¿se reafirmarán
gracias al crecimiento de redes offline: las vecinales, las de colegas, amigos,
familiares –aun dispersos en varios países-, expertos desobedientes y muchos
más? Ser ciudadanos no se reduce a lo que hacen con nosotros los algoritmos ni
las empresas tentaculares.
2. No sobrevalorar esperanzas en una reconversión voluntaria
del capitalismo. Ni descartar una reconversión forzada. Recordemos las amargas
crisis de los años 90 (desestimadas al reducirlas a culpas de países
latinoamericanos: crisis tequila, samba, etc.); la catástrofe financiera y
social global de 2008 (no solo Lehman Brothers y otros bancos quebraron; seis
millones de estadounidenses, más millones en otros países, perdieron sus
viviendas a medio pagar). Si después se reincidió en la especulación financiera
irresponsable, los préstamos impagables, crecer mediante “el ladrillo”, etc.,
no hay razones para ilusionarnos con que las muertes masivas y el fracaso
económico vuelvan socialmente solidarios a los poderosos. No descarto que
algunos realicen maquillajes “humanitarios” en sus empresas o hagan donaciones
ínfimas, a lo Mark Zuckerberg, para apoyar algún área de investigación
científica. Sin embargo, se agrava un rasgo del capitalismo, acentuado en la
temporada neoliberal: miles de trabajadores, migrantes, jubilados y jóvenes son
prescindibles. Judith Butler habla de que el capitalismo tiene límites: ¿cuáles
son esos límites en una economía con formato electrónico dominante? La más
rápida recuperación sanitaria y económica de China, cuyo capitalismo se sostiene
en el disciplinamiento, obliga a pensar en el liderazgo económico que puede
tomar el gigante asiático y el impacto que tendrá en América Latina, donde es
primer o segundo inversor en varios países. Si China extiende su dominio
económico, su prestigio sanitario y sociocultural ¿exportará el
disciplinamiento? ¿Qué alternativas tenemos al reemplazo de un imperio por otro
cuando la caída de las economías y del empleo empeore el malestar y multiplique
el poder de las mafias, ya logrado al sustituir a los Estados en el control de
territorios enormes y “ayudando” a sobrevivir a millones?
Hay gobiernos, como el actual en Argentina y varios
europeos, dispuestos a cambiar las interacciones decisionales en las disputas
entre Estado, empresas y movimientos societales. Pero también es esperable que
en otras naciones las conversiones sean más bien religiosas y conservadoras, en
busca de jerarquías, como la que en Brasil entregó a Bolsonaro el ejercicio
incompetente y regresivo del poder. Como estas regresiones llegaron, también en
otros países, a través de elecciones, o sea sumisión consentida, entran en las
cuentas de qué esperar de los ciudadanos. Las urgencias de una “dictadura
sanitaria” están (¿por ahora?) agrandando el papel de las fuerzas armadas en
todos los países afectados y avalando la vigilancia permanente y generalizada.
3. Si los nuevos modos de hacer y pensar la política pueden
partir de los ciudadanos más que de los partidos, miremos la cultura cotidiana.
El pasaje del teléfono al WhatsApp y de la memoria histórica de las fotos al
efímero Instagram es, más que una innovación tecnológica, un cambio civilizatorio. Tres de sus rasgos: a) la sustitución de la presencia por la comunicación a
distancia; b) la obsolescencia veloz de los mensajes escritos y visuales,
relegando la historia personal y colectiva; c) en vez de las instituciones, las
aplicaciones. La pandemia refuerza los tres.
Duración de las cuarentenas El aislamiento físico de la
familia y los amigos impuesto por el Covid-19 nos hace revalorar los encuentros
presenciales, las vivencias a distancia que trae Zoom. Nos alejamos de tantas
interpretaciones escandalizadas porque, en la mesa donde se habla de lo que
quieren los padres y abuelos, los adolescentes prefieren estar en otra parte.
No es tan cierto que la exuberancia de selfies en el museo implique solo
narcisismo, ya que muchas se toman pensando en un destinatario. Los otros, de
los que la mensajería digital suele desaparecer esa forma de presencia que es
la voz, reaparecen en la pandemia de balcón a balcón, o esperando la hora de la
cita virtual, cuando ya no podemos besarnos ni apretarnos las manos pero sí
vernos o hablarnos.
Las experiencias de enseñanza a distancia mirándonos van a
transformar la educación cuando ya no nos motive la emergencia. En Buenos
Aires, en Londres, en Nueva York los psicoanalistas, llevados a no ejercer en
el diván sino en el teléfono o el Skype están haciendo hallazgos sobre qué tipo
de presencia tiene la voz sin el cuerpo. ¿Qué prefiere el analista o el
analizado: apagar la cámara? ¿Dónde late mejor lo siniestro de estos días?
Más que las banalidades post 1989 sobre el fin de la
historia, es preciso tomar en serio los estudios sobre jóvenes acerca de su
presentismo, su indiferencia hacia el pasado y sus dudas radicales sobre el
futuro. En la Encuesta Nacional de Juventud 2005 en México, antes de que se
diseminaran las redes sociodigitales, entre las frases propuestas a los
encuestados la elegida fue “El futuro es tan incierto que es mejor vivir al
día”. Estudios en otros países fueron demostrando que este rasgo era coherente
con sociedades donde se eliminan la seguridad social y la continuidad en los
trabajos. ¿Por qué jóvenes obligados a subsistir con proyectos discontinuos van
a interesarse en calendarios políticos donde los presidentes se eligen por
cuatro o seis años o los legisladores se reeligen por más tiempo con beneficios
asegurados a largo plazo que contrastan irritantemente con la precariedad de la
mayoría? La sucesión efímera de mensajes, noticias e imágenes de ocasión vino a
reforzar, no inició las narrativas rotas.
Sin embargo, en este capitalismo que arrasa toda certeza,
donde tantos sienten que el hackeo y el escrache son más efectivos que el voto,
si bien los jóvenes se adhieren a causas y no a partidos, o solo a
acontecimientos, están menos presos del celular de lo que suponíamos. La
cuarentena reveló que podemos estar pendientes del móvil si es posible estar y
no estar en casa: recluidos en las llamadas y los mensajes, pero en realidad
esperamos lo que está fuera de la pantalla: conseguir trabajo, saber cuándo
será la fiesta, dónde hay que estar el sábado.
Los vínculos con los otros estaban contenidos, más o menos,
por instituciones. Las certezas de estar acompañados las ofrecen ahora las
aplicaciones. Las instituciones demoran, siempre fueron tortuguescas, exigían
escribir sin errores, pararse derecho. La velocidad de las aplicaciones venía
clausurando ese mundo de trámites y vuelva la semana próxima. Pero en el aparato
con que muestro que soy yo quien está esperando el Uber también huyen nuestros
datos íntimos, secuestran lo que imaginábamos propio. De pronto, la pandemia
recordó que importa lo no digital: cuántas camas hay en los hospitales, lo útil
que puede ser tener dinero disponible y no solo en inversiones que vencerán
después de la cuarentena. Hizo vívido que somos cuerpos, cercanos o distantes.
No podemos evitar preguntarnos qué hacer con nuestros afectos materializados en
otros cuerpos, en esta ciudad (y aquellas que amamos y a las que lamentamos no
poder viajar quién sabe hasta cuándo). ¿Qué hacer con nuestros concretos
afectos después de la desafección a la política?
La interculturalidad se volvió inevitable pese a la
expulsión de migrantes, los cierres de fronteras y las repatriaciones. Los
pedidos de que llegue el Estado y se fortalezca, o la disposición a quedarnos
en casa, no debería estacionarse en la pregunta de qué vamos a ver o escuchar
hoy, si será a través de Netflix, YouTube u otro de los que se volvieron
generosos y esta semana dan la cultura gratuita. Va a llegar el momento en que
el autoritarismo de los gobernantes no sea necesario y el de los algoritmos
haya resuelto poco. No hay spoiler para contar el desenlace. Entre otras
razones, porque estamos reaprendiendo qué diablos significa ser ciudadanos. Ya
probamos otras promesas: las liberales –ser cada uno ciudadano, libre en
singular- y los salmos colectivistas de derecha y de izquierda. Y seguimos en
cuarentena.
Fuente: Clarín