David Le Breton: “Desplazarse era tan obvio que no se percibía como un privilegio”


Por David Le Breton

La crisis sanitaria recuerda la estrecha interdependencia de nuestras sociedades, la imposibilidad de cerrar las fronteras. La polución, el calentamiento climático con sus desequilibrios nos lo recuerda a diario. El surgimiento del coronavirus es una nueva vuelta de tuerca. Por otra parte, la paradoja es que al reducirse la circulación automotriz y aérea, y detenerse innumerables actividades que producen polución, el virus provee una especie de respiración ecológica para el planeta. Es necesario que los mundos contemporáneos entren en una era postmoderna radicalizando principios que todavía eran potenciales las semanas precedentes. No creo de ningún modo que se trate de cuestionar las medidas de protección, por supuesto legítimas, sino solamente de resaltar la ironía trágica de su subtexto.


Todos los días los medios de comunicación desgranan la cantidad de personas afectadas y el número de muertes aquí y en el extranjero. Nuestras sociedades, más que nunca, están bajo la tutela de la ordalía, un juicio de Dios o más bien del azar que alcanza a unos y a otros, pero más electivamente a aquellos que participan aún de la trama social con su trabajo, en especial el personal sanitario. Dentro de este contexto, la letanía de la muerte por accidentes automovilísticos ha sido suplantada por la del coronavirus. La ordalía de las rutas está suspendida por el momento, pocos vehículos están en circulación y la cantidad de accidentes es casi inexistente. Es cierto, cada automovilista al volante de su vehículo está convencido que únicamente los demás son malos conductores, fantasea con ser un experto. Frente al contagio, es más difícil para cada uno de nosotros afirmar su omnipotencia.

El confinamiento en nuestras casas manteniendo las relaciones con los demás por medio de las herramientas de comunicación a distancia transforma a las poblaciones en un archipiélago innumerable de individuos. Cada uno está frente a sus pantallas aunque no quiera, transformado en un hikikomori ordinario, como esos jóvenes japoneses que viven en reclusión voluntaria mientras continúan un intercambio sin fin con los otros a través de las redes sociales. Se mantienen encerrados a veces durante años rechazando al mundo exterior. Con esta imposibilidad de salir se borra la presencia física con el otro, aún la conversación desaparece de antemano en beneficio de la única comunicación sin cuerpo, sin contacto, e incluso sin voz (salvo la amplificada por el smartphone o la computadora). Ya no hay más comunicación cara a cara, es decir del rostro al rostro en la proximidad de la respiración del otro. Y más allá de la pantalla, en la calle o en otra parte, la mascarilla lo disimula. El confinamiento acentúa la adicción al smartphone y en principio destruye también la conversación, o sea el reconocimiento plenario del otro a través de la atención hacia él.

Ahora el cuerpo es el lugar de la vulnerabilidad, donde yacen la enfermedad y la muerte para precipitarse por la brecha más pequeña. Más que nunca el cuerpo es el lugar de la amenaza, es importante sellarlo, clausurarlo, por medio de los “protocolos de barrera”, tan adecuadamente nominados. La “fobia del contacto”, señalada anteriormente por Elias Canetti también se radicaliza en nuestras sociedades. El cuerpo debe ser lavado, fregado, examinado, purificado constantemente, mantenido fuera de todo contacto con el otro desconocido, y por ende sospechoso. No más besos, no más apretones de manos o abrazos en las pocas relaciones todavía físicas que sólo se sostienen a distancia. El deseo es un peligro porque escapa a todo control y expone a lo peor a quienes ceden a él. Una forma inédita de puritanismo acompaña las medidas de confinamiento y las precauciones a tomar para no ser alcanzado por la enfermedad y no contaminar a los otros. Asistimos a un endurecimiento sociológico del individualismo con esta reclusión necesaria. La privatización de la existencia elimina el espacio público. El individuo hace un mundo sólo para él “comunicándose” permanentemente pero sin la incomodidad de la presencia física del otro.


El confinamiento con la pareja o la familia no siempre se asume con comodidad. Vivir el día completo unos con otros a veces es fuente de tensión. Más bien se trata de alegrarse por el reencuentro luego del trabajo o durante las vacaciones. En ese contexto, la vida en común es una imposición, no es algo elegido. Además es difícil salir para recuperar el aliento en vista de las restricciones para desplazarse. Lejos del viento pleno del mundo, el aburrimiento nos acecha, nos hace andar en círculos, rumiar nuestras preocupaciones, inquietarnos por nuestra gente querida y preguntarnos con ansiedad por las próximas semanas, y por el mundo del después. Podemos temer también brotes de violencia por parte de los hombres contra sus parejas o sus hijos. Los matrimonios que no se llevan bien pueden pasar momentos difíciles, y también los niños de las familias donde son maltratados.

La llegada de la primavera en el hemisferio norte suma todavía más dificultades. Los pájaros cantan por doquier, los brotes explotan, el llamado del afuera es irresistible, pero debemos mantenernos más o menos enclaustrados o en la proximidad de nuestras casas y resistir a la tentación del sol y de la naturaleza en plena metamorfosis. Una experiencia terrible para los niños que penan por comprender el motivo de tal encierro.

Redescubrimos con asombro el precio de las cosas que no tienen precio: el simple hecho de desplazarse a otro barrio, de recorrer los bosques, de encontrarse con amigos, de tomar un café en la terraza, ir a un cine o a un teatro, a una librería… Una cierta banalidad envuelve estos comportamientos cotidianos, y encuentran hoy su dimensión de sacralidad, su valor infinito. La crisis sanitaria en ese sentido es un memento mori, el recuerdo de nuestra incompletud y de una fragilidad que no dejamos de olvidar. Restablece una escala de valores banalizada por nuestras rutinas. La privación vuelve deseable lo que estaba dado sin siquiera pensarlo. Sólo tiene precio lo que nos puede ser arrebatado. El hecho de desplazarse era tan obvio que no se percibía como un privilegio.

Esta crisis sanitaria es una travesía por la noche, por el duelo, por la angustia, más allá nos espera una forma de renacimiento. Al término de la crisis sanitaria, el retorno a la normalidad será un momento de júbilo formidable, de reencuentro con los otros y con el mundo, de recuperación de la alegría de vivir y de la sensación de estar vivo. Los primeros días serán muy fuertes. Nunca deberíamos olvidar esta enseñanza propicia del sabor del mundo, pero esa es otra historia. Estamos en un cruce de caminos, las posturas políticas serán determinantes: la crisis sanitaria puede engendrar un impulso humanista, una mayor preocupación ecológica por el planeta, una inquietud social por luchar contra las desigualdades y las injusticias.

Fuente: Topia

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