Pues bien, hablemos de nuevo sobre lo popular


 
Por Pablo Alabarces 
Universidad de Buenos Aires
 

En 1984, en los primeros meses de la transición democrática argentina y como uno de sus efectos, comenzó un intenso período de discusión en el Departamento de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Además de incorporar a varios de los profesores expulsados o prohibidos por la dictadura –el nuevo director del Departamento, Enrique Pezzoni, entre ellos-, uno de los primeros reclamos pasaba por modificar la currícula, antiquísima, rígida, enciclopedista y apolillada, con un peso descomunal de la enseñanza de las lenguas clásicas. Comisiones de profesores –viejos o reincorporados o flamantes retornados de los exilios– y estudiantes discutían animadamente cómo transformar la carrera, que hasta entonces sólo formaba docentes tradicionales y tradicionalistas, en un espacio moderno, dinámico y crítico. Entre otras cosas, incorporando nuevas preocupaciones para los nuevos –posibles, futuros– críticos literarios: modernidad teórica, mayor peso de las literaturas latinoamericanas, las nuevas inflexiones de la lingüística, junto a flexibilidad y optatividad curricular. El entusiasmo frente a la posibilidad de crear una carrera nueva, incluso para aquellos a los que nos faltaba poco para terminar con el viejo plan de estudios, era desbordante.



Hasta que una mañana de diciembre, todos leímos desolados una columna en el diario Clarín, de Buenos Aires: “Ha llegado a mis manos un manuscrito cuya materia es la reforma –llamémosla así– de los estudios de la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires”. La firmaba Jorge Luis Borges. Y continuaba diciendo:

“Todas las literaturas extranjeras podrán ser optativas y pueden sustituirse, por ejemplo, por: Literatura media y popular, Medios de comunicación, Folclore literario, Sociología de la literatura, Sociolingüística, Psicolingüística. Prefiero creer que este misterioso proyecto es jocoso, o trata de serlo; si ha sido escrito para ser leído literalmente, es alarmante o terrorífico. Abolir las literaturas extranjeras es, de hecho, abolir humanidades, es decir, la cultura. El verbo sustituir ha sido empleado de manera indebida. Puede sustituirse una taza de café por una de té, pero no el estudio de Virgilio, o el de Voltaire, por el de Canal 13. En cuanto a ‘literatura media’ confieso mi invencible ignorancia; quizá se trate simplemente de literatura mediocre, acaso la de autores que asimismo son funcionarios. [...] ¿Qué será la sociología de la literatura? El hecho estético es un brusco milagro. No puede ser previsto. Me place recordar que el pintor Whistler dijo una vez Art happens, el Arte sucede. Ya el místico alemán Ángelus Silecius había declarado: Die Rose Ist ohn’Warum, la rosa es sin por qué. ¿Qué serán la sociolingüística y la psicolingüística? Como del resto del universo, nada sé de esas disciplinas o neologismos, pero sé que no pueden ‘sustituir’ a Las mil y una noches o a las aventuras de Alicia”.

Por supuesto, todos supimos que “El Viejo” –Borges ya era “El Viejo” para todos nosotros– había ganado la batalla. La reforma hizo abundantes retrocesos, se atemperó; incorporó las variantes de la lingüística –auroleadas por un matiz científico–, pero desechó todo lo que tuviera que ver con la cultura popular o la cultura de masas. La sola posibilidad de recibir una nueva condena borgiana desinfló los ánimos más radicales: o los más populistas, si queremos ponerlo así. Después de todo, varias de esas ideas habían sido copiadas del plan de 1973, en el período peronista anterior a la dictadura, cuando algunos intelectuales y militantes habían hecho un tímido y efímero intento –algunos meses– de incorporar esas preocupaciones a la currícula.

Pero el Arte, la Literatura y la Cultura todavía estaban vivos, y reclamaron su jerarquía por la pluma de su más encumbrado intérprete (el texto borgiano, por cierto, circuló como una especie de alarma por América Latina: se publicó también, en los meses posteriores, en el diario El Día, de Montevideo; en Papel literario, de Caracas y en El Aleph Borgiano de Bogotá. La Cultura latinoamericana resistía a pie firme los embates contra su centralidad y su sacralidad. Y sus mayúsculas).

Ese texto hoy es impensable. En ese momento, era hasta previsible: un obvio producto de su época. Eran todavía años dicotómicos: a la Cultura se la podía epitetizar “cultura culta” y se sabía que del otro lado estaba el abismo. La cultura popular, o peor aún, si es que hablábamos de lo mismo: la cultura de masas. Con cuidadosas minúsculas.

En 2016, en cambio, una columna que reivindicaba la cultura “culta” frente a la cultura popular causó la renuncia del director de la emisora televisiva de la UNAM. Había osado cuestionar al cantante popular Juan Gabriel, con motivo de su muerte. La columna era de un clasismo explícito. La de Borges, por cierto, también era clasista, aunque de modo mucho más elegante.

En el mismo 1984, Néstor García Canclini imaginaba la aparición de “un brujo o algún otro intelectual de una comunidad indígena” arribando a una conferencia sobre culturas populares, preguntándose “por qué ahora las culturas populares se han vuelto un tema reconocido en las escalas del prestigio intelectual y político. Por primera vez en un coloquio CLACSO se ocupa de ellas, el próximo Congreso Latinoamericano de Sociología las tiene como eje, y en países como México, Brasil y Perú pocos asuntos han motivado en los últimos años tantas reuniones científicas y publicaciones. Al mismo tiempo, los estados latinoamericanos crearon, en la década de los setenta, nuevas instituciones consagradas a promoverlas: en Brasil, Colombia, México, Perú, Nicaragua surgieron museos de culturas populares y organismos gubernamentales y universitarios para estudiarlas”.

Por supuesto, era una preocupación y un prestigio socio-antropológico: como mucho, comunicológico. Y, como señalaba García Canclini, ambos extendidos en el subcontinente. En 1983 se había reunido en Buenos Aires el Seminario sobre Comunicación y Culturas Populares en Latinoamérica (esa debe ser la referencia a un “coloquio CLACSO”), con decenas de especialistas de toda Latinoamérica: una reunión decisiva para las agendas de la década. Pero no se trataba de una preocupación cotidiana: “las gentes” no discutían los avatares de la cultura popular a bordo del transporte público. Sobre “lo popular” discutían los académicos y las académicas. Aún hoy.

Ciertamente, como señala García Canclini, eran años intensos para esos debates. En 1982, José Guilherme Cantor Magnani publicó “Cultura popular: controvérsias e perspectivas”, en la BIB, la Revista Brasileira de Informação Bibliográfica em Ciências Sociais. La BIB es aún hoy el órgano bibliográfico de la ANPOCS, la Associação Nacional de Pós-Graduação em Ciências Sociais brasileña, que reúne a los programas de Posgrado en Antropología, Ciencias Políticas y Sociología de las universidades brasileñas en un encuentro anual. La revista se especializa en artículos de balance bibliográfico temático; el trabajo de Magnani pasaba revista, precisamente, a los debates sobre cultura popular en la academia brasileña. Los trabajos invocados eran numerosos: por ejemplo, la obra de Ecléia Bosi (que había publicado en 1977 su Cultura de massas e cultura popular: leituras de operárias), los trabajos de Carlos Brandão sobre religiones populares, los primeros libros de Renato Ortiz, entre ellos A consciência fragmentada: ensaios de cultura popular e religião, de 1980; la ya extensa obra de José Ramos Tinhorão sobre música popular o los primeros textos de Marilena Chauí, quien más tarde escribiría uno de los textos claves de la nueva década.

Pero también es preciso señalar otro dato: ese artículo de Magnani fue el último que la BIB publicó como balance de los estudios sobre cultura popular. Hasta el día de hoy. La mayor organización brasileña en ciencias sociales nunca más volvió a ocuparse de la categoría.

En un texto de 2004, organizado por el pesimismo, afirmé que los estudios sobre cultura popular habían desaparecido de las agendas académicas; que la academia había vuelto sobre sí misma y había decretado, en su expulsión del mapa de lo nombrable, la muerte del significante. Sin saberlo, coincidía con un texto anterior de la antropóloga brasileña Claudia Fonseca, que había escrito, mucho mejor: “Hoy, lo ‘popular’ decididamente no está en la agenda. Los intereses académicos siguieron otros rumbos. En los libros, las tesis, los proyectos de investigación, el término no aparece más”.

¿Qué había ocurrido en esos menos de veinte años, que llevaron de la explosión al silencio? Muchas cosas: en las sociedades, en las políticas, en las economías y en las culturas latinoamericanas. Entre otras, pero centralmente, las restauraciones democráticas de los años 80 del siglo pasado habían cedido paso a la década neoliberal –un consenso más o menos aceptado para nombrar los fenomenales retrocesos conservadores de nuestras sociedades; en el ingreso, en el trabajo, en la vida cotidiana de las clases populares, también en la cultura–. En la academia, el optimismo por “lo popular recuperado” –lo popular como garantía de las nuevas democracias– había dejado lugar a lo que Alejandro Grimson y Mirta Varela llamaron, en 1999, un “pesimismo terminal”, en el que cualquier preocupación por lo popular era sencillamente superflua. Y en particular, el éxito intelectual de la categoría de “culturas híbridas” había radicalizado lo que, en el libro de García Canclini de 1990, era únicamente una fórmula: “Ni culto, ni popular, ni masivo […] Es necesario deconstruir esa división en tres pisos, esa concepción hojaldrada del mundo de la cultura”. La deconstrucción dio paso, desenfadadamente, a la desaparición.

Paradójicamente, lo que también se había esfumado era la centralidad jerárquica que revindicaba Borges en 1984: esa amenaza velada –“no puede sustituirse el estudio de Virgilio, o el de Voltaire, por el de Canal 13”– se reveló, en las dos décadas siguientes, pura anacronía. El Canal 13 de televisión de Buenos Aires se convirtió en el mascarón de proa del grupo multimedios más concentrado de la historia latinoamericana –aunque disputando cabeza a cabeza esa preeminencia con otros dos: el mexicano Televisa y el brasileño O Globo–. Los grupos multimediales ocuparon el centro de la producción y la administración cultural latinoamericana. Virgilio y Voltaire permanecieron, en cambio, como los nombres de dos calles en un barrio de Buenos Aires sabiamente acompañadas, es preciso decirlo, por las calles Lope de Vega, Manzoni, Dante, Byron, Milton y Leopardi. El Arte que tan amenazadoramente defendía Borges –aquello que no podía sustituirse– se había vuelto mera toponimia.

La cultura popular había nacido en un gesto culto: el de agregar una desinencia inferiorizante a una palabra consagrada para distinguirla –en el más clásico sentido de la distinción que planteaba Bourdieu en 1979–. La cultura popular parecía haber desaparecido en la simultánea desaparición de esa distinción. Lo culto se esfumaba: lo popular, porque dependía de lo culto, hacía mutis por el foro. Lo que quedaba no eran las culturas híbridas: era el reino unificado y definitivamente triunfador de las industrias culturales, faro luminoso y organizador de las culturas contemporáneas.

Al proceso iniciado en 1998 con el triunfo de Chávez en las elecciones venezolanas, que duró casi dos décadas, se lo llamó de muchas maneras: “marea rosada”, en la latinoamericanología norteamericana; “década ganada”, en el optimismo desenfrenado del kirchnerismo argentino; mero “populismo”, dicho con desprecio burgués, en la prensa conservadora y en las derechas del subcontinente; “neopopulismos progresistas”, en la etiqueta más difundida y aceptada en nuestras ciencias sociales. Si lo popular reaparecía restañando algunas de las heridas salvajes de la concentración económica neoliberal –al menos, como señala algún consenso académico, como intentos redistributivos de la renta hacia las clases populares–, no fue difícil asistir a una reaparición de la categoría culturas populares: en general, definitivamente viradas al plural. Los abordajes son muy distintos y requieren aún mucho debate; ni siquiera puede decirse que han recuperado la abundancia que García Canclini señalaba en 1984. Las transformaciones de la cultura en estas cuatro décadas han sido tan brutales que la recuperación de la categoría no puede sino ser sometida a una discusión constante. Esa es la apuesta de este libro: repensarlo todo, volver a discutirlo todo.

Lo que se ha transformado en estos cuarenta años (sólo treinta, si tomamos la edición de Culturas híbridas, en 1990, como punto de partida) no es solamente el mapa de los estudios académicos: lo que ha cambiado de un modo descomunal son las culturas populares mismas, hasta un punto tal que este libro debe preguntarse si no han desaparecido. Dicho brevemente: lo que no ha desaparecido en América Latina –ni mucho menos en el resto del mundo, occidental o no– es la desigualdad, la jerarquización social y económica, las relaciones de subalternización social, racial, genérica, política y económica; los racismos que, como enseñaron los estudios decoloniales, estructuraron la modernidad del continente. Lo que no ha desaparecido son las condiciones de existencia de lo que perseverantemente llamaremos las clases populares latinoamericanas –o, en un pliegue que no vamos a despreciar, las clases subalternas–. Si el imprescriptible derecho al simbolismo de todo grupo social sigue vigente –y lo es, porque no depende de una legalidad o una juridicidad, sino de lo que Alberto Cirese, siguiendo a Gramsci, llamaba lo “elementalmente humano”–, la existencia de grupos subalternos exige la existencia de sus culturas subalternas –un juego morfológico, pero a la vez la trampa oculta en el lenguaje: afirmar “culturas subalternas” remite al doble juego de la subalternidad de sus actores y de la subalternidad de sus prácticas simbólicas–.

Entonces: no podemos cancelar ese significante. Pero la reorganización económica y política de la producción cultural –como dijimos, el desplazamiento de aquello nombrado por “lo culto”, la centralidad de las industrias culturales y el mundo del espectáculo “de masas”, las tecnologías digitales que depositan en los teléfonos celulares la distribución de lo simbólico– nos obligan a, por lo menos, dudar de una autonomía de lo “popular” que hace cuarenta años era un acto de fe.

Pero, además, hablamos de una lengua letrada, intelectual, superpuesta a las presuntas voces populares. Y en nuestra argumentación, esta cuestión es decisiva.

En 1970, con los ecos del Mayo francés aún en sus oídos, Michel de Certeau afirmaba que el nacimiento de los estudios sobre cultura popular estaba ligado a una represión, a un gesto de censura: que todo conocimiento permanece ligado a un poder que lo autoriza. Sus ejemplos parecen, aún hoy, indiscutibles.

De Certeau argumenta con ciertos extractos de la historia cultural francesa, a partir de una serie de estudios contemporáneos. En esos años, aparecen indagaciones importantes sobre la llamada literatura de colportage (lo que en el mundo hispano-luso parlante llamaríamos literatura de cordel, con algunas diferencias) o la así llamada Bibliothèque bleue, en referencia al color azul de la encuadernación. Se trata de una serie de libros editados durante el Antiguo Régimen francés y de gran difusión en los siglos XVI y XVII: almanaques, hagiografías y manuales de agricultura que fueron sometidos a análisis por historiadores franceses como Geneviève Bollème, Robert Mandrou y Marc Soriano. La incomodidad que le generan estos materiales a De Certeau es enorme: para él, esos estudios revelan poco sobre una presunta cultura o literatura popular y mucho sobre los intelectuales que la estudian.

Dando un giro sustancial, De Certeau indaga sobre distintos tratamientos que la cultura francesa dio a los materiales populares: en primer lugar, la lengua. Allí argumenta que el primer acercamiento del estado francés a las lenguas populares es la encuesta encargada por el gobierno revolucionario al Abbé Grégoire (castellanizado como el abate Gregorio), en 1790, sobre los patois, las lenguas regionales. La conclusión de Gregorio fue tajante: los patois debían ser prohibidos y suprimidos en aras de la unidad lingüística de la nación. El conocimiento de lo popular se revelaba excusa para la imposición del poder: la diferencia lingüística sólo agregaba ruido, que debía ser silenciado.

Menos de un siglo más tarde, la literatura de cordel fue objeto de colección y estudio: una comisión, encabezada por Charles Nisard, se encargó de recopilarla y estudiarla. Pero el mecanismo se vuelve aún más perverso: la recolección de una presunta literatura popular –De Certeau discute hasta qué punto puede considerarse popular una literatura cuando más del 60% de la población era analfabeta– fue el medio por el cual se consagró como aceptable una literatura arcaica, al mismo tiempo que se prohibía, censuraba y perseguía una literatura popular real y contemporánea; la que estaban produciendo en ese mismo momento las clases populares urbanas, en camino a convertirse en las clases peligrosas del siglo XIX. Ese panfletismo politizado e irreverente que surgía con la revolución de 1848 era el objeto real de conocimiento –y represión–. Al coleccionar y estudiar la literatura de cordel anacrónica, Nisard la establecía como modélica, como último horizonte de lo posible: frente a ella, la literatura popular contemporánea debía ser prohibida, porque era subversiva. Agreguemos: en ambos ejemplos, era notoria la acción del estado como represor y censor de las mismas clases a las que, no paradójicamente, ciudadanizaba en el mismo movimiento.

Finalmente, De Certeau narra cómo, a finales del siglo XIX, aparece una nueva etapa, complementaria de los anteriores: la folklorización de lo popular. Nuevamente: una era de sublevaciones de masas (Francia venía del intento de la Comuna de París en 1871), de constitución de las clases populares urbanas en proletariados agrupados y activos políticamente. Frente a ese panorama, los intelectuales –la burguesía francesa por boca de sus intérpretes legítimos– contestaban con el descubrimiento de una cultura popular inocente, espontánea, rural, autónoma de las perversiones urbanas; el pueblo era el buen campesino –otra forma de catalogarlo como el buen salvaje–. Sobre este último movimiento, como veremos en el capítulo 1, América Latina tiene ejemplos suficientes.

De todo ese movimiento, la insatisfacción de De Certeau con los estudios de Bollème, Mandrou y Soriano entre 1964 y 1970 lo lleva a afirmaciones tajantes: estos estudios nos dicen poco sobre la cultura popular y mucho más sobre lo que es la cultura popular para un intelectual progresista. Más sobre lo que debe ser, lo que debería ser, que lo que es o ha sido. Porque, y aquí lo más radical de este movimiento, ¿dónde estamos, fuera de la cultura letrada? ¿Desde dónde hablamos? El plural, necesariamente, nos interpela: el enunciador es un intelectual, que habla sobre intelectuales, que analiza una producción intelectual, que nos recuerda que el saber sobre lo popular está condenado a no formar parte de aquello que analiza. Que el conocimiento sobre lo popular es necesariamente culto y en consecuencia, se pregunta De Certeau: “¿Existe la cultura popular más que en el acto que la suprime?”. ¿Existe –parafraseamos– como algo más que un gesto represivo, una censura sobre ciertas prácticas que la instituyen como objeto de saber y conocimiento, pero que a la vez revelan la capacidad de los dominantes (nosotros, entre ellos) de decidir los límites de lo cognoscible? ¿Puede separarse la cultura popular del hecho culto de su descubrimiento e institución? ¿Es que acaso la cultura popular es discernible –es decir: tiene algún tipo de autonomía– de su invención culta?

No olvidemos –lo dijimos anteriormente– que existe algo llamado cultura popular porque un gesto dominante decidió en un momento histórico que había una serie de bienes y repertorios que podían ser reconocidos sólo a condición de que se les agregara un adjetivo. Popular significa no-culto; el uso de esa palabra, desde el siglo XVII y con énfasis desde el romanticismo, designa que hay algo allí que no alcanza la envergadura de lo simplemente cultural: que para aceptar su existencia debe ser objeto de una adjetivación –popular, distinto, desjerarquizado, menor, subalterno–, es decir, sometido a una operación de subalternización; que, entonces, la existencia misma de ese conocimiento está unido a dimensiones de poder. De Certeau simplemente radicaliza esta constatación y en ese movimiento nos plantea un problema a la vez político –nuestra posición como intelectuales–, epistemológico –la existencia o no del objeto, fuera de nuestras pretensiones cultas– y metodológico –porque nos obliga a preguntarnos cómo conocer aquello que aparece como inaccesible por fuera de la mediación letrada–.

Las afirmaciones de Michel de Certeau son radicales: por un lado, conducen, exasperadas, a la imposibilidad de todo conocimiento sobre lo popular (la airada respuesta de Carlo Ginzburg en El queso y los gusanos, en 1976, demostró que esa clausura era una exageración argumentativa). Por otro, y es el camino que proponemos, exigen que esa exasperación guíe un sendero posible, aunque arduo: construir conocimiento sobre lo popular no puede separarse de estas limitaciones, de esta conciencia continua y minuciosa sobre la distancia entre el/la que conoce y lo conocido. En tiempos de hiperespecializaciones e hiperprofesionalizaciones académicas, que todo lo vuelven capturable por el letrado o por el usuario educado de clases medias –incluso lo popular– recordar la distancia –antes que nada, distancia de poder, porque es distancia de clase, racial o de género– debe ser un gesto inicial. Además, buena parte de la investigación sobre las culturas populares en la década neoliberal tendió a solapar la mirada del analista con la de sus analizados: un usuario letrado produciendo operaciones significativas sobre los objetos de la cultura de masas, una posibilidad que, inmediatamente, adjudicaba a los usuarios populares. Como decía Beatriz Sarlo en 1994, las insurrecciones populares consistían en hacer lo que pueden con lo que tienen, ante la mirada extasiada del intelectual neopopulista de mercado.

Tras la década y media de hegemonía pos-neopopulista, esas posiciones no han variado demasiado, aunque hoy las insurrecciones simbólicas populares parecen ser mucho menos insurrectas y la academia parece haber consensuado llamarlas “capacidad de agencia” o agencia, a secas.

En esa alerta, este libro, Pospulares, propone un periplo que oscila entre las “lenguas letradas” –las voces persistentemente autorizadas de los intelectuales y los académicos: los estudios sobre las culturas populares– y el análisis de casos de esos universos: centralmente, los textos de las culturas de masas y las operaciones de sus usuarios populares –y, también, las propias operaciones de los productores de esas culturas; y de los intelectuales que las narran o las interpretan–. No significa esto la propuesta insostenible de un vaivén de la teoría a la práctica –nada más lejos de mis creencias ni de mis intenciones–, pero sí una suerte de la ambivalencia que recomiendan Claude Grignon y Jean-Claude Passeron: en este caso, para evitar el etnocentrismo teórico –consecuentemente, letrado–.

La oscilación propone mostrar, asimismo, la necesidad de reponer el análisis empírico: uno de los problemas que aquejó a la investigación en culturas populares durante estas décadas fue el reemplazo del análisis de objetos concretos por ejemplificaciones apresuradas en las que se buscaba exactamente aquello que se quería encontrar, los rasgos más o menos fáciles de leer que señalaran su adecuación con categorías ya establecidas e irreductibles. O en su defecto, se evitaba el análisis de los textos en la convicción de que los públicos populares, ahora llamados audiencias, disponían de infinitas capacidades para producir con ellos, como dijimos, nuevos objetos maravillosos… que tampoco se sometían al análisis. En algunos casos, los nuevos textos producidos por los públicos eran pura inferencia del analista: por ejemplo, las milagrosas operaciones que John Fiske encontraba entre las jóvenes audiencias de Madonna.

Como discutiremos, hay un repertorio que sólo puede ser referido como fuente secundaria –como dicen los manuales de metodología: el análisis de las prácticas concretas de los y las actores/as de las clases populares–. Aún conscientes del movimiento transdisciplinario que reorganizó la investigación cultural desde mediados de los años 90 del siglo pasado, seguimos creyendo en las habilidades y los entrenamientos específicos: hemos asistido a demasiados desastres cometidos en nombre de una etnografía aficionada. Este libro se desplaza entre la literatura, los estudios de comunicación de masas y la sociología cultural: tenemos suficiente respeto por la antropología para hacer uso de una patente de corso; tenemos a mano el repertorio fantástico del trabajo producido por respetadísimos antropólogos y antropólogas en el subcontinente. Nuestro objeto son los textos: no sólo Voltaire y Molière, claro, sino también el ancho mundo de la cultura de masas. Y las etnografías de públicos, usuarios y audiencias, cuando existen, claro que sí.

Este libro propone que las culturas populares esfumadas en los 90 reaparecen en el nuevo siglo, investidas con nuevos ropajes e incluyendo prácticas novedosas y textos inestables y móviles. Y también propone que las culturas populares –como práctica y como problema teórico-político– siempre señalaron, y continúan haciéndolo, la dimensión en la que se negocia, discute y lucha la posibilidad de una cultura democrática –y por extensión, la posibilidad de una sociedad plena y radicalmente democrática–. Por fuera del debate de estas posibilidades –la del horizonte radicalmente democrático de la desaparición de las jerarquías y la subalternización–, este libro no tendría sentido. Aunque esto sea adelantarme a sus conclusiones, una suerte de –para usar finalmente el lenguaje de la cultura de masas– spoiler alert.

 

(*) Pablo Alabarces, Pospulares: La culturas populares después de la hibridización, CALAS, 2021.

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