Para qué sirven los pobres
Ustedes sabrán –o no sabrán– disculpar este texto tan
primario. Es, más que nada, una extrañeza: resulta que ayer me topé con una
frase que me impresionó y pensé que lo mismo les pasaría a muchos más. Entonces
puse un tweet para reproducirla y nadie le hizo caso: ningún caso. Ahora quiero
saber en qué me equivoqué.
Mi tweet, comprimido como todos ellos, decía: “Para eso
sirven los pobres. Un científico español explica cómo testear su nueva vacuna
con tantos españoles ya vacunados ‘Tendremos que buscar en África,
Latinoamérica o el sureste asiático donde todavía circule el virus y haya
muchas personas sin vacunar’”. Y presentaba la entrevista de El País donde un
científico que parecía muy respetable, Vicente Larraga, “uno de los mayores
expertos en desarrollo de inmunizaciones de España”, decía cosas que parecían
muy respetables sobre el uso de las vacunas y las tonterías que se dicen para
no usarlas. Pero después el periodista le preguntaba por la vacuna que él y su
equipo están desarrollando, y los problemas de testearla a esta altura del
partido:
“–¿No será difícil la fase clínica en un escenario con mucha
gente ya vacunada?
–Tendremos que buscar en países de África, Latinoamérica o
el sureste asiático, donde todavía circule el virus y haya muchas personas sin
vacunar.”
Dijo, y de verdad me impresionó que dijera con tal facilidad
que su experimento aprovechará el hecho de que los pobres de los países pobres
sigan, por falta de vacunas, en riesgo de contagio. Me impresionó, además, que
lo dijese un científico serio y consciente, preocupado por los destinos de sus
semejantes: que no se le ocurriera cuestionar la idea de que a los países ricos
que producen vacunas les sirva que haya países pobres que no las consigan
porque podrán usar a sus hombres y mujeres como cobayas. Que esa idea le
pareciera natural. Que la enunciara sin pudores.
Y esperaba que sus palabras suscitaran sorpresas y condenas
pero no; a nadie le importó. Vivimos en un mundo donde la mayoría de las
personas de las sociedades ricas se empeñan en vivir como si las sociedades
pobres no existieran. De tanto en tanto, esos pobres irrumpen: un cayuco, unos
cuerpos, los ecos lejanos de una guerra. Pero en general conseguimos ignorar
que, muchas veces, es gracias a su miseria que vivimos como vivimos. O,
incluso, que es porque vivimos como vivimos, concentrando y despilfarrando los
recursos finitos del mundo, que ellos viven como viven.
No lo pensamos: no pensamos que si podemos cambiar de
calzones como de calzones es porque en Bangladesh hay millones de mujeres que
los fabrican para nosotros doce horas al día por veinte euros al mes. O que si
podemos comer plátanos baratos todo el año es porque miles y miles los producen
por tan poco en Ecuador o Costa Rica y no los desayunan, nos los mandan. O que,
en general, si hay mil millones de personas que no comen suficiente en un mundo
capaz de alimentarnos a todos es porque algunos nos quedamos con tanto que
otros se quedan sin nada: que los países pobres organizan sus economías para
exportar su producción a los países ricos –no para dar de comer o vacunar a su
gente.
No lo pensamos: hacemos como si nada sucediera. Es un
esfuerzo menor pero resulta: tenemos el apoyo y la complicidad de gobernantes,
medios, autoridades varias, siglos de experiencia. Nadie habla de eso; sabemos
mirar para otros lados o, si acaso, apiadarnos una vez cada tanto: ay sí
pobrecitos pasan hambre el problema es que no les gusta trabajar tenemos que
ayudarlos. Y poco más; por eso es raro que alguien amable, respetable, aparezca
de pronto y explique con candor cómo vamos a usar, una vez más, esa pobreza en
beneficio propio –aunque, de tan entrenados, consigamos no oírlo.
Pero al menos lo dijo, y creo que la culpa la tienen las
vacunas –que, como la pandemia, desvelan tantas cosas. Las vacunas, entendidas
como panacea universal, el pase mágico que debería devolvernos nuestras vidas,
nos tienen alterados. Por las vacunas los gobiernos se pelean, las personas se
ilusionan y se decepcionan, las empresas incumplen, los doctores discuten, los
países permiten que los dueños les impongan condiciones y reglas, los
científicos cuentan más de la cuenta. Por las vacunas los países ricos están
mostrando su fuerza, su codicia: nueve de cada diez dosis se aplican a sus
ciudadanos.
Unos pocos países concentran la esperanza. Es el modelo
habitual, y los demás no sabemos imponer la idea de que es necesario que esas
patentes se abran para que esas vacunas puedan producirse libremente, cuantas
más mejor, al alcance de todos. Yo creía –y lo sigo creyendo– que lo que están
defendiendo los gobiernos y organizaciones que se niegan a hacerlo es la
religión de la propiedad privada: que saben que si no la sostienen, aun en una
emergencia como esta, el precedente puede salirles caro. Ahora sé que, además,
ese empecinamiento tiene sus beneficios secundarios: que esos pobres que siguen
en peligro les sirven para algo.
Lo importante es saber reciclar.
Fuente: Cháchara