Malos vecinos


Eleanor Cummins

 

Los límites de la autodefensa y la naturaleza del vigilantismo son temas perennes de debate en los Estados Unidos, pero esta primavera resonaron más fuerte que nunca. En marzo, una mujer en el Bronx mató a puñaladas a su vecino por una denuncia de ruido. En abril, una mujer de veinte años recibió un disparo y murió después de que accidentalmente se metió en la entrada equivocada. En mayo, Daniel Penny, un ex marine blanco, sometió a Jordan Neely, un imitador de Michael Jackson y hombre negro con una enfermedad mental, a una llave de cabeza de quince minutos en un metro de la ciudad de Nueva York, matándolo. Nadie sabe qué traerá junio.

Tratar de darle sentido a esta violencia sin sentido y omnipresente, ya sea en las noticias nacionales o en tu grupo NextDoor más cercano, inevitablemente conduce a un puñado de explicaciones de memoria: hay demasiadas armas, Fox News se beneficia de la paranoia, el racismo estructural y el empobrecimiento engendra “violencia al azar”. O, algo anda mal en la mente de los estadounidenses, “una crisis de salud mental se apodera de la ciudad”, la gente necesita oportunidades para expresar su ira interna de manera segura. O ambos. Todo lo que sabemos con certeza es que o mueres joven o vives para convertirte en un mal vecino.

Porque ese es el verdadero quid de la cuestión: nuestra definición de “espacio personal” se está expandiendo, con nefastas consecuencias políticas. La lógica de "fuera de mi césped" de una película de Clint Eastwood, los derechos consagrados del "propietario de casa" y el culto a la propiedad personal se han infiltrado incluso en los espacios más públicos: la acera, el autobús urbano, el estacionamiento de la tienda de comestibles. La intrusión de cualquier tipo se registra como un evento catastrófico para la persona atrapada dentro de su propia sala de pánico portátil. Este individualismo furioso también se muestra de maneras más sutiles: todos están poniendo límites con las "personas tóxicas" en sus vidas. Cada día es Beef, o The Banshees of Inisherin. Y cuanto más grande es tu burbuja, más grande es la inevitable explosión.

En la década de 1960, el antropólogo Edward T. Hall postuló que hay cuatro círculos invisibles concéntricos que irradian hacia afuera de cada ser humano. El anillo más pequeño, dentro de los cuarenta centímetros de la barrera de la piel del sujeto, lo llamó "íntimo". El siguiente círculo, que irradiaba hacia afuera desde los cuarenta centímetros hasta aproximadamente un metro veinte, era "personal". A partir de ahí, extendiéndose hasta unos cuatro metros, existía lo “social”. El anillo final, de aproximadamente cuatro a siete metros, era lo "público".

Los investigadores en proxémica, es decir, el estudio del uso humano del espacio, siempre han entendido que los radios de nuestros círculos personales “no son estáticos”, dice Vikas Mehta, profesor de urbanismo en la Universidad de Cincinnati. Los límites proxémicos cambian en respuesta a numerosos estímulos: movimiento, tacto, volumen, ángulo del cuerpo e incluso temperatura de la piel. Estas líneas de demarcación también varían ampliamente entre culturas: los peruanos se acercan mucho más que los rumanos; los estadounidenses están, quizás sorprendentemente, en algún lugar en el medio global, con una burbuja de espacio personal promedio de un metro. Pero todo el mundo tiene una cierta cantidad de territorio "personal" y, en consecuencia, territorialidad.

Suscríbete a nuestro newsletter semanal.

Esta flexibilidad es útil. Aunque poblado por extraños, un autobús urbano en hora pico es la definición de "íntimo". Para hacer frente a esta aplastante proximidad, las personas pueden usar auriculares con cancelación de ruido, mantener un periódico abierto entre ellos y el mundo u optar por lo que un investigador en 1999 llamó el "fenómeno de la no persona de Nueva York", en esencia, una disociación estratégica.

Por el contrario, y de manera menos útil, nuestro sentido de lo que es nuestro puede expandirse hacia afuera. La “furia al volante” solo tiene sentido si aceptamos que el cuerpo del conductor, de alguna manera significativa, ha crecido para abarcar su SUV.

Hallazgos más recientes sugieren que Covid-19 cambió nuestra realidad espacial. Durante las primeras fases de la pandemia, millones fueron confinados en sus hogares y se les pidió permanecer hipervigilantes en lugares públicos. Cualquier cosa más cercana a dos metros de distancia entre extraños implicaba contaminación, tanto literal como metafórica, dice Mehta. Un estudio de 2021, realizado en el Hospital General de Massachusetts con solo 19 participantes, que fueron evaluados antes y durante la pandemia, encontró que la percepción de los sujetos sobre su espacio personal se expandió en un promedio de 40 a 50 por ciento en respuesta a estas medidas de salud pública. Lo que una vez fue una burbuja de aproximadamente un metro de ancho creció, según la segunda evaluación, a unos un metro doscientos de diámetro. Es posible que otros sentidos también se hayan visto afectados: las quejas por ruido han ido en aumento durante la última media década en algunas ciudades. El mundo se calmó temporalmente durante el confinamiento, pero nuestra sensibilidad al sonido parece haber aumentado solo en el período posterior a la vacuna, si tenemos en cuenta los datos de quejas por ruido en 2021.

No está claro qué tan extendidas o duraderas fueron realmente estas tendencias; el cuerpo actual de investigación proxémica pandémica es demasiado pequeño para generar conclusiones sólidas. Pero es difícil no preguntarse, al examinar los datos disponibles, si muchas personas aún pueden estar experimentando una especie de choque cultural posterior a la pandemia, sin haber salido de su vecindario.

O, dicho de otra manera: si el segundo círculo de Hall, el personal, se está expandiendo, Mehta dice que probablemente se produzca a expensas de la tercera esfera: la social cada vez más reducida.

El espacio “social” entre los humanos, que se extiende de un metro doscientos a cuatro metros, es el dominio en el que se desarrolla gran parte de la vida moderna: los pasillos de las tiendas suelen tener entre un metro y un metro y medio de ancho. Las aceras pueden tener tan solo un metro y medio de ancho. Incluso en los estacionamientos, los conductores rara vez tienen suficiente espacio para abrir completamente las puertas. Así que resbalamos y nos abrimos paso a través de la vida, generalmente sin incidentes.

Suscríbete a nuestro newsletter semanal.

Pero las "invasiones" del espacio personal pueden provocar una variedad de emociones negativas, desde una incomodidad retorcida hasta una ira latente. A veces, estas fuertes reacciones están justificadas, como en el caso de violaciones como la agresión sexual, el abuso o la intimidación física. Nadie tiene derecho a invadir el espacio personal de otra persona, como quiera que se defina. Sin embargo, con la misma frecuencia, la forma en que las personas reaccionan ante los encuentros cercanos con extraños puede sentirse desproporcionada con respecto a la situación, como si la ira reprimida de otros aspectos de la vida saliera a la superficie simplemente por el calor de tantos cuerpos.

Si bien infundir miedo sobre el “estado de nuestras ciudades” es inmerecido, cualquiera que afirme no haber sido testigo de este dolor e ira generalizados simplemente no está prestando atención. Incluso los pocos privilegiados que han logrado cobijarse en sus hogares estilizados están mostrando su inadaptación social: ¿Cuál es la fijación en establecer límites con “personas tóxicas”, o la sobreidentificación con Ali Wong en Beef, o el reclamo generalizado de “sobreestimulación, si no la manifestación burguesa de estas obsesiones con proteger el espacio personal por encima de todo?

En muchos sentidos, nuestra forma actual de relacionarnos se siente como una profecía autocumplida. En el verano de 2020, en medio de las protestas a nivel nacional por el asesinato de George Floyd, escuchamos incesantes informes que enmarcaban los daños a la propiedad como “violencia”, como si una estación de policía o la tienda de un banco fueran una persona vulnerable. Ahora, cuando los extraños intentan usar propiedad considerada personal, ya sea un automóvil en un estacionamiento público, un camino de acceso a una casa privada o, en la mente de algunos, incluso un vagón de metro, esto se trata como una forma de “violencia corporal”, una amenaza implícita a la vida y la integridad física.

Pero esta versión de los derechos de propiedad personal también está cooptando narrativas que, en algún momento, se sintieron diametralmente opuestas al individualismo. En la pandemia, hubo un mayor enfoque en la cooperación y la vecindad. A raíz del virus, surgieron conversaciones a nivel nacional sobre la importancia de participar en la comunidad de uno, ofrecerse ayuda mutua, protegerse y apoyarse, haciendo el trabajo de ser lo que Jane Jacobs alguna vez llamó “los ojos en la calle”. Por cada artículo de opinión sobre los beneficios del trabajo remoto, uno puede encontrar tres o cuatro que insisten en que los dormitorios para adultos, los espacios de trabajo conjunto u otros medios para construir una comunidad son la única respuesta a la "crisis de soledad" de los estadounidenses.

Ahora está claro que estos ideales, por nobles que sean, pueden ramificarse de formas inesperadas. Puedes ser los "ojos en la calle" de la policía. Puedes usar la lógica de "proteger a los demás" para matar a alguien. Mientras muchos lloran a Neely, otros valoran al hombre que lo mató. “No tienes que esperar hasta que apuñalen o maten a una persona inocente para entrar en acción”, decía una carta al editor del New York Post. “La víctima hizo amenazas y estaba actuando de manera beligerante. Daniel Penny es un héroe total”.

Las soluciones más potentes para nuestra crisis social actual, como una prohibición de armas o restricciones en la compra de municiones, parecen casi imposibles políticamente. En ausencia de esperanza para la acción colectiva, la gente pierde tiempo y dinero en modas individualistas, como clases de manejo de la ira. O peor aún, optan por salirse de la esfera social, como parte de la “fantasía agorafóbica” de la propiedad burguesa, escribe Zoe Hu en Dissent.

Pero al menos en lo que respecta a la proxémica, existen oportunidades para modificar nuestros entornos construidos para mejorarlos, sin reducir la densidad. Las ciudades podrían ofrecer exenciones fiscales u otros subsidios para las personas que quieran instalar ventanas con aislamiento acústico y paneles de pared acústicos. Las inversiones en transporte público, con miras a trenes o autobuses cada vez más frecuentes, y modificaciones de diseño como la eliminación de asientos intermedios, podrían liberar espacio. Y para ayudar a fomentar interacciones más seguras entre vecinos, los municipios deberían centrarse en anuncios en espacios públicos, o incluso en talleres presenciales y en línea, sobre qué es (y qué no es) la intervención de los espectadores.

Lo que es más importante, los ciudadanos deben permanecer presentes en los espacios públicos, especialmente aquellos que, de otro modo, podrían tener el dinero para optar por no participar y pasar más tiempo en esferas privadas. El espacio social solo funciona con otras personas en él. Cuando toda una clase opta por Ubers en lugar del tren ligero o historias sensacionalistas salpicadas de sangre sobre la realidad en la calle, esencialmente un vuelo blanco in situ, la esfera social puede pasar de la decadencia rumoreada al desastre real. Como siempre, son las personas que no pueden permitirse otra opción las que más sufrirán. Entonces, si hay una historia que nos contamos a nosotros mismos, esperemos que sea esta: debemos luchar para proteger la burbuja que compartimos.

Fuente: The New Republic/ Traducción: Maggie Tarlo

Recomendados

Seguir leyendo