Hijos de Goni
Las reglas en la casa eran muy singulares. Por ejemplo,
nunca debíamos sacar la lengua para ofender a otros. Ese era el peor agravio
que un niño podría hacer, como si fuera la alerta de que el infante se
convertiría en un drogadicto o en un delincuente en el futuro. Nuestra
reputación dependía de cuántas veces exponíamos la lengua.
Qué lejos estaba la casa del colegio, muy lejos. Adela, a
quien llamábamos «mami» de cariño, nos repetía que no debíamos aceptar dulces
de extraños ni acercarnos a ellos en todo el tramo a ser recorrido, mínimo,
cinco días por semana. Gran problema al principio porque, para el primer día de
colegio, todos eran extraños.
Había una cantidad de reglas y normas que seguir en casa,
dentro y fuera de ella, de niños y después de niños. Todas determinadas bajo la
mirada precavida de mamá y el complejo de «sargento» que tenía papá. Todas interesantes,
con una historia que contar, todas, aunque una era la que más me gustaba.
Lo que en casa pasaba es que muchas cosas que comprábamos
tenían un final, se acababan. El objetivo era que esas cosas durasen lo máximo,
que ese final sea muy muy lejano, como cuando usábamos el champú. Comprábamos
los más baratos, los que costaban veinte centavos, esos que te los tragabas al
abrirlos y venían en bolsitas rectangulares de plástico grueso; un champú para
personas que no requerían instrucciones de uso; no había nada más en los
empaques que una palabra: manzanilla, huevo, motacú. Unas gotas eran
suficientes. La misma bolsita debía alcanzar para cinco cueros cabelludos y
algunas axilas sudorosas.
La ropa, los zapatos, la comida, los útiles… Todo tenía que
ser usado, reciclado y reusado, explotando al máximo sus funciones. En el mundo
no hay ambientalista más grande que el pobre. Creo que un hippie comelechugas,
hacedordecompost, pintordeflorerosenbotellaspet no escribiría fuera de los
márgenes de un cuaderno en letras pequeñas para que le dure casi dos años.
Una noche, mientras comíamos, alguien dejó unas papas
sobrando en el plato, y es que esa era una ofensa a nuestras «tradiciones de
pobreza». La regla de casa era que después del almuerzo, cena, o en cualquier
comida, los platos debían quedar limpios. No hablo de ir a lavarlos
inmediatamente con jabón ni nada de eso. Es que no debíamos sobrar ningún grano
de arroz, para nada. La más pequeña migaja en el piso era un insulto. La mínima
gota de teicito en la taza era una ofensa. El plato con una sobra de verduras o
media papa significaba la decepción de mi padre para con sus hijos.
La papa es sa-gra-da, decía mi papá, ya que tenerla en el
plato era el resultado del trabajo arduo de la cosecha de mi familia en el
campo. Sobrar una era totalmente intolerable. Papá vio esos restos e
inmediatamente gritó: Pero ¡qué se creen ustedes para sobrar la comida! ¿Se
creen hijos de Goni? ¡Váyanse a vivir con Goni!
Y fue la frase que se me quedó en la cabeza, hasta ahora.
¿Qué significaba ser hijo de Goni?
Gonzalo Sánchez de Lozada, del Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR), era el presidente del país en ese entonces, 2003. Famoso
por haber sido el «gringo» que fue la mofa de Carlos Palenque, por cómo
hablaba, de forma «gwringa», y también era el personaje más carismático, debo
decirlo, del programa televisivo de sátira política Esta boca es mía. Para mi
papá era la máxima representación de lo q’ara en el país: uno que se cree
«blanco», un racista que venía a imponernos sus normas morales y religiosas,
que odiaba a los pobres etece, etece. Aunque lo más interesante era que para
mis hermanas significaba un riquillo que, por tener tanto dinero, no le
importaba sobrar unas papas en su plato. Sus hijos, en consecuencia, eran los
que gozaban de los mismos privilegios de su padre para cometer semejantes
ofensas de desperdicio de cosas y alimentos, desmereciendo su costo al
obtenerlos.
Yo conocí a Goni por mi papá, ya que nos contaba también
que, aparte de odiar a los pobres, odiaba a todo aquello con lo que mi familia
se identificaba: ¡Ustedes son hijos de campesinos, hijos de aymaras! ¡No pueden
comportarse como hijos de ese q’ara!
Ser «hijo de Goni» era un insulto para mis hermanas y para
mí, así que quien recibiera ese denominativo, cualquiera de nosotras, estaba
marcada y advertida: debía cambiar su actitud y comerse en ese instante hasta
las cáscaras que se tiraban al piso. Así lo hizo mi hermana menor: la hija de
Goni (solo por dos minutos). Pero claro, ¡qué se creía mi hermana!, pensé.
Desde niña ya tenía ese pensamiento: No somos hijos del gringo, no podemos
sobrar comida en el plato.
Es por eso que, cuando conocí por primera vez a la Mafalda
de Quino, que se negaba a comer sopa, lo primero que pensé fue: ¡Esta es otra
hija de Goni! ¡Cómo es posible que no coma sopa! ¡Cuesta mucho tener sopa!
Tenía ocho años la primera vez que mi papá dijo eso y desde
ese momento renegué de la gente que sobraba comida en el plato, de mis
compañeros de colegio que arrancaban hojas de su cuaderno, sin consideración
por lo costosas que eran. Me dolía ver que los vecinos botaban sus calaminas
viejas (las cuales mi papá siempre recogía para «cualquier cosa») o que mi
perro no terminara su lagua de choclo: ¡Perro de Goni!
Sin embargo, lo que más me tranquilizaba era que varios de
mis compañeros de curso eran como yo: tenían botones de colores cosidos a mano
en un guardapolvo blanco que habían heredado de sus hermanos mayores o de algún
desconocido, ya que esas prendas se encontraban entre los montones de ropa
usada de la 16 de Julio. Conocía amiguitas que se terminaban todo el desayuno
escolar (el líquido de chocolate o vainilla servido de un balde) y que,
incluso, si sobraba, se llevaban en botellas de plástico. Los que no jugaban
con el pan, las que llevaban medias impares remendadas o con algún encaje
viejo. Yo los entendía, luchábamos para no convertirnos en hijos de Goni.
Un día antes de los conflictos de octubre del 2003, la Adela
nos mandó a comprar gas a la avenida. Mi hermana insertó un palo en los
orificios de arriba de la garrafa. Ella tomó un extremo y yo el otro para
cargarla. Caminamos hasta encontrar un camión de gas. Digo que eso pasó un día
antes, sin precisión, porque no recuerdo bien cuándo anunciaron el bloqueo de
carreteras principales, además de la paralización de venta de gas. Adela pensó
que serían pocos los días de paro, agradeció a Dios por la garrafa llena de gas
que compramos y se puso a cocinar. La garrafa se vació rápido, aunque fuésemos
unos expertos en ahorrar.
La historia todos la conocen, Goni quería vender el gas de
Bolivia a Estados Unidos, la vía sería Chile y es por ello que varios alteños
estaban molestos: ¿Por qué? Porque el gas era lo único, pensaba yo, que le daba
algo de comodidad a varias familias, perder el gas justificaba un enojo
colectivo.
Papá era carpintero. El aserrín, que varias veces era la
molestia de la Adela, fue lo que usamos durante días y días de paro. Quemamos
maderas, aserrín y leña usando una pequeña estructura de fierro, como una mesa
sin cubierta, que hizo mi papá para poner encima la olla grande donde
preparábamos la sopa. Sopa de huevo o sopa de hueso blanco era lo que
cocinábamos en casa, con un poco de arroz y verduras, (varias colas de cebolla
sobrantes de otras comidas o lo que había cuando otros vecinos nos regalaban).
Los tanques de guerra cruzaban las avenidas, en tanto varias
personas íbamos cargando garrafas vacías en las manos, en awayu o en sábanas,
sobre carretillas o con palos. Las marchas contra el gobierno recorrían todo El
Alto. No podía verlas de cerca, porque siempre había gente amontonada gritando:
¡El Alto de pie, nunca de rodillas! Los que no marchaban saludaban a los
manifestantes. Vi todo por primera vez cuando mi mamá y yo fuimos a vender
sopitas (fideo mezclado con maní y unas tortillas de verdura) al Cruce de Villa
Adela. ¡Los marchistas vienen!, gritaron los comerciantes ese día y la gente
guardó su mercadería bajo mantas o nylones. Llegaron. No, no tengan miedo,
gritaron. No les vamos a saquear nada, no somos así, calmaron a la gente,
quienes, al escucharlos, aplaudieron su llegada. Yo me escondía bajo la pollera
de la Adela y ya no tuve miedo cuando dijeron eso. Somos iguales, no podemos
saquearles pues, dijo uno de ellos. Yo los vi. Tenían la piel quemada por el
sol, sus manos estaban sucias y sus ropas viejas, algunas remendadas; otros
usaban zapatos viejos o marchaban con abarcas, comían pasank’alla y bebían agua
o llevaban refrescos Coca Quina en la mano.
Mi papá decía que la Coca Quina era la bebida de los pobres,
porque era barata y se parecía a la Coca-Cola. Cuando se arruinaban mis
«zapatos de casa», mi papá compraba abarcas, decía que duraban «hasta la
muerte» (por eso me compraba tallas más grandes). Las pasank’allas fueron
algunas veces el recreo que nos daba mi mamá, porque, según recuerdo, casi
nunca nos daba dinero para comprarnos algo. Todas esas cosas no eran hechas por
«los hijos de Goni», ellos no podrían, solo nosotros podíamos, los que no
queríamos ser hijos de Goni. A esa edad, pensé que Goni mataba y reprimía a los
que no querían ser sus hijos: los que no querían arrancar una hoja sin usar de
su cuaderno, los que no sobraban ni un grano de arroz en su plato y los que de
seguro casi siempre se ponían la ropa usada de sus hermanos. Pensaba que Goni
quería que seamos como él, pero que nosotros no queríamos y por eso debía
castigarnos.
Muchas familias en El Alto empezaron a renegar cuando se
nombraba a ese señor, como si en la ciudad quisiéramos desvincularnos para
siempre de él, de su mandato, de sus decisiones, de sus acciones y de tanto
«desperdicio».
Los muertos llegaron, se oía la palabra «francotiradores» en
los noticieros y, sin saber su significado, yo ya intuía que ellos mataban.
Papá a veces salía de casa y mamá lo hacía también. No sabíamos si iban a
llegar; teníamos que cocinar sin ellos. Ya no podía acompañar a mi mamá a
vender y no podía ir con mi papá a las marchas. Tuve miedo, porque mi papá y mi
mamá eran de El Alto, no eran sus hijos del gringo. Muchos murieron ese año y mis
hermanas y yo veíamos sus rostros en el televisor. Cuerpos cargados en frazadas
eran las imágenes que estábamos acostumbradas a ver, personas con hoyos en el
cuerpo y la mirada perdida en el rostro. No importaba el canal, todos mostraban
cómo moría la gente. Eran más de sesenta cuerpos.
La cosa es que al final, después de todo lo que se dijo y
que ahora está en las hemerotecas o en las bibliotecas, El Alto ganó y el
gringo se fue a Estados Unidos, renunció a la presidencia, el gas no se
vendería.
Los familiares de la gente que fue asesinada pedían
justicia, las calles de El Alto quedaron destrozadas, los niños volvimos a los
colegios. Yo volví al mío, pero creo que nunca nada volvió a ser igual en El
Alto. Se sentía una victoria por haberle ganado al Goni, pero al mismo tiempo
mucho dolor, impotencia, mucho llanto.
Aquella frase era tan curiosa, la que mi papá nos gritaba
cada vez que no valorábamos las cosas: ¿¡Te crees hijo de Goni!? A los ocho
años era difícil definir a El Alto y lo que estaba pasando, tenía muy poco
vocabulario para poder decir lo que sentía en ese entonces, en el conflicto.
Pero lo que sí sentí era que muchos alteños no eran «hijos de Goni» y que
luchaban para no serlo.
Ha pasado el tiempo y me pregunto ahora si aún sigue la lucha,
si todavía no somos sus hijos. Y si nosotros no somos, entonces, ¿quiénes lo
son?
Fragmento de “Los hijos de Goni”, Sobras Selectas, 2022.