De cómo la antropología escondió (o condenó) al género “desviado” africano
En “tiempos precoloniales”, escribió la difunta académica
feminista Niara Sudarkasa, las mujeres en África occidental eran “conspicuas en
lugares altos”. Lideraron ejércitos, a menudo desempeñaron importantes
funciones consultivas en política y, en el caso del pueblo Lovedu (actual
Sudáfrica), fueron incluso Reinas de la Lluvia supremas. El significado de ser
mujer, en muchas sociedades precoloniales africanas, no era rígido. “Entre los
langi del norte de Uganda”, escribe Sylvia Tamale, decana de la facultad de
Derecho de la Universidad Makerere de Uganda, “los mudoko dako, u hombres
afeminados, eran tratados como mujeres y podían casarse con hombres”. También
estaban los Chibados o Quimbanda de Angola, adivinos masculinos que, según argumentaron
algunos estudiosos, se creía que transportaban espíritus femeninos a través del
sexo anal.
Durante siglos, los matrimonios entre mujeres en las
sociedades africanas precoloniales parecían indicar a los europeos que la
fuerte correspondencia entre masculinidad-hombre y femineidad-mujer no
prevalecía en África. La práctica del matrimonio entre personas del mismo sexo
se documentó en más de cuarenta sociedades africanas precoloniales: una mujer
podía casarse con una o más mujeres si se aseguraba la dote necesaria o si se
esperaba que mantuviera y aumentara los lazos de parentesco. La idea de que una
mujer pudiera ser un marido dejaba perplejos a los europeos y, a menudo, conducía
a conclusiones fantásticas.
Escribiendo en 1938, el antropólogo Melville Jean Herskovits
imputó suposiciones sobre los matrimonios entre mujeres que eran, en palabras
de la antropóloga Eileen Jensen Krige, “ajenas a la institución”. Insistió en
que “no hay que dudar que ocasionalmente las mujeres homosexuales que heredaron
riquezas utilizan esta relación con las mujeres con que se casan para obtener satisfacción”.
Aunque estaba operando sobre puras conjeturas (no se sabía que los matrimonios documentados
entre mujeres fueran matrimonios de lesbianas), y aunque la heterosexualidad
era ciertamente la forma dominante de sexualidad en el África precolonial,
Tamale señala que “no hay duda de que también se practicaba la cópula entre
personas del mismo sexo”.
Algo que los historiadores perciben en el registro histórico
es lo incómodos que estaban los viajeros europeos, y los relatos antropológicos
posteriores, con la idea de que su cosmovisión de género no encajaba fácilmente
en las sociedades con las que se encontraban. “Hay entre los paganos angoleños
mucha sodomía”, escribió un soldado portugués en 1681, “compartiendo unos con
otros sus inmundicias, vistiéndose como mujeres. Y los llaman por el nombre de
la tierra, quimbandas.”
En otra historia, la inquisición en Brasil había escuchado
denuncias sobre Francisco Manicongo, uno de los “negros sodomitas que sirven
como mujeres pasivas”, un jinbandaa de África Central, que debía ser castigado
por ser un desviado (a los ojos de los cristianos). Los europeos, contrarios a
lo que llamaron “sodomía”, expresaron su angustia ante la idea de que algunas
personas a las que percibían como hombres se atrevieran a ser consideradas por
sus sociedades como mujeres.
Con lo que implicaba la trata de esclavos y el colonialismo
—el movimiento en general forzado, pero a veces voluntario, de personas a
través del Atlántico—, estas transgresiones de género se convirtieron en el
objetivo de la inquisición. La Iglesia difundió el mensaje de que las personas
que no se ajustaban a su idea de hombre y mujer podían ser una mala influencia
para la sociedad colonial cristiana.
Uno de los objetivos fue Vitoria. Su historia fue
popularizada por el innovador trabajo del historiador queer brasileño Luiz
Mott. Sabemos de Vitoria (originalmente un esclavo llamado Antonio, de Benín,
África Occidental) por los relatos autorizados de la Inquisición portuguesa en
Lisboa, que la hizo arrestar en 1556. Se vestía de mujer y trabajaba en la
ribera de Lisboa, donde atraía a los hombres, “como una mujer que los incita a
pecar”.
“Al ser interrogada por los inquisidores”, según James H.
Sweet, historiador de la Universidad de Wisconsin Madison, Vitoria “insistió en
que era mujer y tenía la anatomía para demostrarlo”. La inquisición no quedó
convencida y finalmente Vitoria recibió cadena perpetua. Mientras que los
portugueses solo podían ver desviación y sodomía, "sus gestos femeninos,
sus comportamientos del mismo sexo eran simplemente expresiones de sus roles
espirituales más amplios, roles que los portugueses no reconocieron por
completo".
Sería anacrónico llamar, a estas formas de ser,
“transgénero”. Sería adaptarlas a las categorías de género que usamos en el
siglo XXI. Pero la frustración teológica con la desviación y la sodomía que a
menudo se usaba para reprimirlas es familiar hoy. Como dice Tamale, “la verdad
irónica es que no es la homosexualidad la que es ajena a África, sino las
tierras lejanas de Sodoma y Gomorra, además de las muchas otras
representaciones religiosas de otra sexualidad que a menudo se citan para
condenar las relaciones entre personas del mismo sexo en el continente
americano".
Lo mismo puede decirse de las campañas que intermitentemente
condenan a los hombres y mujeres trans en África. Desde el punto de vista de
Tamale, estos son "pánicos morales" orquestados por el estado que
sirven como señuelos para distraer la atención de la disfunción socioeconómica
y política. Lo que la memoria de Vitoria y muchas otras víctimas inconformistas
de la inquisición demuestra es que aquello que el colonialismo importó de
África no son la homosexualidad y las identidades, sino la homofobia y la
transfobia.
Fuente: Jstor