Lo que sabemos y lo que no sobre la relación entre la calidad del aire y el coronavirus
Por Alastair Lewis
Universidad de York
En tanto que científico atmosférico, soy consciente de que
la contaminación del aire es mala. Y en tanto que ser humano de 2020, también
soy consciente de que el coronavirus es malo. Sin embargo, y a pesar de que
tanto la contaminación como el coronavirus tienen un mayor impacto en las
ciudades, las correlaciones simplistas entre calidad del aire y muertes por
COVID-19 no suelen tomar en consideración otros factores derivados de las
distintas circunstancias geográficas.
Existen notables coincidencias entre el conjunto de
enfermedades que se agravan como consecuencia de la contaminación del aire
(accidentes cerebrovasculares, enfermedades coronarias, enfermedades
respiratorias, etc.) y aquellas patologías que ahora sabemos aumentan la
mortalidad de la COVID-19. Además, tanto la exposición a la contaminación como
al virus puede darse a través del aire. Todo esto implica que parezca plausible
relacionar ambas cuestiones, al menos superficialmente.
Este hecho probablemente explique que haya habido un gran
debate sobre cómo influye la contaminación del aire en las tasas de mortalidad
de la enfermedad. La discusión incluye la aparición de nuevos trabajos de
investigación (la mayoría aún no han sido sometidos a un proceso de revisión
por pares, por lo que hay que tomarlos con prudencia) y una amplia cobertura
mediática (solo The Guardian ha publicado al menos cinco reportajes) sobre las
relaciones entre contaminación y muertes por COVID-19.
En los países ricos, la contaminación del aire es
generalmente un problema que se concibe desde la perspectiva de su impacto en
la población. Sin embargo, es precisamente esta estrecha relación entre
contaminación y ciudades lo que hace tan difícil determinar de forma exacta qué
influencia tiene la primera en el nivel de mortalidad de la enfermedad.
El virus se originó en la ciudad de Wuhan, muy densamente
poblada, y posteriormente se fue expandiendo con gran rapidez por otras grandes
ciudades del mundo. Tiene sentido: ciudades como Londres o Nueva York son
grandes nodos de transporte globales, y su alta densidad de población favorece
elevadas tasas de contagio de persona a persona. Estos lugares registraron un
aumento inicial muy rápido de los contagios, y se convirtieron en el primer
foco de atención de la crisis.
Pero más allá de su exposición a la contaminación del aire,
la población de las áreas urbanas presenta otras características relevantes. En
las ciudades existen sistemas de transporte público masivos, pueden presentar
altas tasas de pobreza y ausencia de servicios y pueden albergar a un número
relativamente alto de personas pertenecientes a minorías étnicas. Muchos de
estos factores aumentan la incidencia de patologías subyacentes como la
diabetes o enfermedades respiratorias y cardiacas.
Todos estos factores complementarios se acumulan en las
áreas urbanas, lo que incrementa las posibilidades de que una persona sufra una
patología previa que empeore el diagnóstico en caso de contraer COVID-19.
El hecho de que en las ciudades sometidas a confinamiento
los cielos estén más limpios puede llevar a algunos a hacerse ilusiones.
Después de todo, la calidad del aire es algo que en teoría puede mejorar muy
rápidamente, lo que es imposible si hablamos de una vida entera de tabaquismo o
de mala alimentación. Analizar las interacciones entre contaminación y COVID-19
quizá suponga un rayo de esperanza en estos tiempos oscuros, pues ofrece la
posibilidad de encontrar una forma de reducir los efectos del virus. Sin
embargo, la eficacia de estas medidas es incierta, y su incidencia posiblemente
insignificante.
Los datos sobre la contaminación del aire, víctima de su
propio éxito
La oleada de artículos científicos sobre este tema podrían
presentar cierto sesgo. Los datos sobre la contaminación del aire casi siempre
se recogen para mostrar que se cumple con indicadores oficiales –por ejemplo,
en la Unión Europea y Reino Unido, el límite anual mínimo de NO₂ es de 40
microgramos por metro cúbico de aire–. Se trata de unos valores fijados por
ley, y su superación puede desencadenar acciones legales.
Estos datos están bien organizados, están muy localizables y
fácilmente accesibles. Se trata obviamente de un primer lugar al que dirigir la
mirada cuando se buscan conexiones con la COVID-19, dado que permite
comparaciones inmediatas con cifras de mortalidad y contagios. Pero quizá los
datos de la contaminación del aire son víctima de su propio éxito. El hecho de
ser un dato tan accesible y fiable a escala global lo puede convertir en la
variable del eje Y de demasiadas correlaciones.
Conforme vaya pasando el tiempo, estos conjuntos de datos
irán siendo más completos y la enfermedad se irá extendiendo de forma más
uniforme por la geografía de cada país, más allá de los núcleos urbanos que
fueron afectados en primer lugar. Para entonces es probable que estemos en
condiciones de analizar más detalladamente los historiales médicos de los
afectados para determinar los efectos de una exposición prolongada a la
contaminación. Se podrán establecer relaciones entre estos factores ambientales
con los datos de incidencia de la COVID-19 y se podrán tener en cuenta el resto
de factores que influyen en la ecuación.
Sin embargo, en mitad de la pandemia, y cuando la enfermedad
aún no ha terminado su expansión, las correlaciones con la contaminación del
aire no son más que eso, correlaciones. Todavía no pueden probar si dicha
contaminación posee algún tipo de efecto adicional (o no determinado) en la COVID-19,
más allá de ser un elemento relevante que favorece la aparición de patologías
previas entre la población.
A lo largo de los próximos meses surgirán una serie de
preguntas a las que habrá que dar respuesta a corto plazo. ¿Reducir la
contaminación del aire de las ciudades tendría algún efecto beneficioso en el
pronóstico de los infectados o en su recuperación? Dado que ya sabemos dónde se
encuentran los grupos vulnerables, ¿el efecto de la contaminación ha sido ya
integrado en los planes de salud? ¿Tiene la contaminación atmosférica, y en
especial las partículas más pequeñas, algún papel en la expansión del virus
cuando este viaja por el aire? Algunas de estas cuestiones podrán ser abordadas
a partir de datos científicos, pero otras necesitarán de trabajo de
laboratorio, y las respuestas definitivas podrían tardar en llegar.
Fuente: TC