Ágnes Heller se ahogó en un lago



El viernes murió Ágnes Heller. A los 90 años. Fue a nadar a un lago y se ahogó. Es una de esas cosas que, en clases, antes de leer alguno de sus libros, los docentes les contarán a los alumnos como dato de color.

Los diarios se encargaron de las necrológicas. Los académicos tienen enciclopedias bien documentadas. Los académicos menos serios tienen Wikipedia, que es una enciclopedia, al menos en español, horriblemente documentada. Y las personas más interesantes tienen los libros de Heller. En sus biliotecas, sus lectores electrónicos, las carpetas de su computadora, sus apuntes en fotocopia. O los tendrán, si siguen ciertos recorridos y no otros.

Acá abajo, les dejamos un párrafo largo de El hombre del Renacimiento, el libro de 1978 de Heller. En la edición en español de Península, de 1980, el párrafo empieza en la página 158 y continúa en la siguiente. ¿Por qué este párrafo? Porque de algo nos puede ayudar, tal vez, para entender los procesos de la vida cotidiana en las ciudades.


"De  lo  dicho se infiere  que  también en esto  fue el  Renacimiento una  coyuntura  crítica.  Fue  en  este  período  cuando  el  arte seseparó de la lechné y  el entretenimiento y  cuando el artista tomó en consideración al arte en sí como objetivo consciente en vez de tenerlo por un producto  indirecto  de  la actividad  religiosa o  arte­sanal.  La  individualidad  y  autoconciencia  del  artista  aparecieron de forma paralela a la jerarquía de  los artistas.  Esto último es  de capital  importancia  porque  tal  vez  no  haya  existido  un  período histórico  que  fuera  tan precisa  e  inequívocamente  capaz  de clasi­ficar a sus contemporáneos  desde la óptica de  la grandeza artís­tica.  Cellini y Vasari, por ejemplo, grandes rivales donde los haya, situaron  a  los mismos  artistas  (Giotto,  Masaccio,  Leonardo,  Gior- gione,  Miguel  Ángel)  en  la  cúspide  de  sus  respectivas  jerarquías de  grandeza.  La  separación  de  arte  y  vida  cotidiana,  en  efecto, posibilitó  la  influencia  recíproca,  constante  y  fructífera  entre ambos. Y  ello porque  la vida cotidiana  no  se limitaba ya a asimi­lar el arte como si  éste  fuera una parte  integral  de  la  vida diaria misma,  sino  que  lo  producía,  honraba  y  exaltaba en  tanto  quearte-,  mientras  que  el  arte,  fiel  a  sus  propias  leyes,  actuaba  a su vez  sobre  la  vida  cotidiana  como  arte  y  se  filtraba  en  ella.  No tenemos  más  que  recordar  qué  ocurría  cuando  las  estatuas  en­cargadas  por  el  municipio  eran  inauguradas  ante  el  palacio  de la Signoria  de Florencia. Si al día siguiente se descubría  una estatua de  mala  calidad,  se  pegaban  en  ella  cientos  de  poemas  satíricos (que  también  se  hacían  llegar  a  los  aposentos  del  artista),  mien­tras  que  la  escultura  de  calidad  recibía  aproximadamente  idén­tica cantidad de poemas de encomio:  lo que demuestra el carácter público  del  arte  y  de  los  patrones  artísticos,  así  como  el  buen gusto  del  pueblo  (amén,  por  cierto,  de  su  disposición  a  escribir versos).  No  es  extraño  que  hombres  que  vivían  por  costumbre en  un ambiente  de objetos hermosos  pudieran  diferenciar  lo bello de  lo  tosco  y  lo  conseguido  de  lo  malogrado;  estimaban  la  crea­ción  de nueva belleza como un  enriquecimiento  de su propia  vida. Por  supuesto  que  Florencia  fue  una  excepción  en  este  sentido incluso  durante  el  Renacimiento.  Cuando  Shakespeare  afirma  que «la  reprobación  de  uno  debe  pesar  más  en  vuestra  indulgencia que  un teatro  repleto  de  los  otros»  se  está  refiriendo  a una  situa­ción  que  tiene  poco  que  ver  con  la  florentina.  No  cabe  duda  de que  el  gusto  del  Renacimiento  inglés,  menos  enraizado  en  la  tra­dición  y  no  cultivado  por  la  ciudad-estado,  no  constituyó  una norma  tan  fiable  como  el  florentino.  Pero  eso  no  altera  el  hecho de  que  también  el  pueblo  londinense  sintiera  como  propio  el  gé­nero  dramático  y  el  teatro;  las  exigencias  e  intereses  de  la  vida cotidiana  originaron  allí  también  una  cultura  teatral  sin  que  de­jara  de  notarse  la  interacción  entre  ambos  factores.  En  conse­cuencia, no hubo una sola rama del arte renacentista que apuntara hacia  una  cultura  «superior»  o  «inferior».  Dante  apelaba  al gusto de  la  aristocracia  de  la  cultura  y  sin  embargo  fue  a  este  mismo Dante  a  quien  Boccaccio  glosó públicamente  en  las  iglesias.  Nada había  más  popular  que  los  cuentos  de  Boccaccio,  mientras  que Shakespeare y  Ben  Jonson  invocaban  al  público  del  Globo  y  a  la reina  Isabel  por  igual.  La  cultura  elevada,  más  restringida,  como era el  caso  de  la poesía  latina,  no  sólo  estaba  más  limitada en  lo tocante  a  sus  efectos,  sino  también  en  lo que  respecta  a  calidad; su  repertorio  de  conceptos,  metáforas  y expresiones,  no obstante, también  se  filtraba  hasta  la  vida  cotidiana, no  sólo  en  la existen­cia  de  los  estratos  cultos,  sino  también  en  la  vida  de  las  gentes corrientes  (como  atestiguan  fielmente  los  cuentos  de  Boccaccio)."

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