La bofetada de Will Smith y la agresividad humana
Amantes o no del cine, y detractores o no de las galas del
séptimo arte, todos nos quedamos estupefactos ante la bofetada de dedos
expandidos que Will Smith propinó a la mejilla de Chris Rock en la última gala
de los Óscar. Cuando aún no habíamos terminado de asimilar la violencia del
acto, al componente visual se le sumó el acústico y a la escena de vídeo se le
añadió un audio con una frase (repetida y a voz en grito) al más puro estilo de
película de matones.
No voy a entrar a valorar ni la procedencia del acto, ni la
justificación de la reacción. Tampoco sopesaré si es procedente o no defender
así a un ser querido que es agredido, ni tan siquiera la naturaleza presuntamente
macarra o no del hecho.
Continuando con la minuciosa tarea de evitar campos
resbaladizos, no se me ha pasado por la cabeza meterme en el jardín de plantear
si las repercusiones mediáticas habrían sido las mismas si la bofetada la
hubiese propinado Jada Pinkett en vez de su marido.
Por continuar siendo cauta, tampoco entraré a valorar
escenarios alternativos. Y tampoco reflexionaré sobre las consecuencias que
este acto podría haber tenido si hubiese sido protagonizado por una
presentadora en vez de un presentador, o si los colores de la piel del
agresor/a y agredido/a hubieran sido diferentes a los que han sido.
Y todo ello no lo haré, no porque no me apetezca, que me
apetece y mucho, sino porque quiero centrarme exclusivamente en la parte
científica del hecho.
Analizaré, pues, lo estrictamente biológico, el concepto de
agresividad en el Homo sapiens.
Agresividad, agresión
y violencia
Lo primero que habría que aclarar es que estos términos, que
normalmente son utilizados como sinónimos, no lo son en absoluto.
Según Sanmartín Esplugues, la agresividad se puede definir
como “una conducta que se presenta de manera automática ante ciertos estímulos,
y, por lo mismo, se inhibe ante otros estímulos”.
Por su parte, la agresión sería algo intencionado, un
comportamiento encaminado a hacer daño conscientemente a otro individuo. No
obstante, si atendemos a los aspectos considerados por Anderson y Bushman,
además de la intención de dañar, la agresión debe incluir dos conocimientos precisos
por parte del agresor:
-El conocimiento de que se está infligiendo un daño. Así, se
excluirían de las agresiones las circunstancias en las que el sujeto pueda
desconocer el efecto nocivo que sus acciones puedan ocasionar sobre el otro.
-El conocimiento de que el receptor querría, en condiciones
de poder hacerlo, evitar ese daño. Con esta puntualización, se descarta el daño
que pueda generarse en una intervención médica dolorosa o esas complicadas
relaciones sadomasoquistas en los que algunos se meten.
Por último, la violencia buscaría causar daño a los
semejantes con fines diferentes a los de la supervivencia. Según la OMS, las
causas que desencadenan comportamientos violentos se relacionarían con la
venganza, la dominación, el placer sádico o, en menor medida, con la ambición.
Este daño, además, no tendría que ser necesariamente físico, sino que se
contemplaría también desde las perspectivas verbales, sexuales o económicas.
¿Qué es y qué no es
humano?
Según lo que acabamos de definir, la agresividad humana no
sería una característica conductual específica del Homo sapiens sino algo
compartido por muchas otras especies. Recordemos que los animales tenemos un
instinto básico: sobrevivir. Este instinto lo desarrollamos desde el punto de
vista tanto del individuo como de la especie (esto es, reproduciéndonos).
Por ello, la agresividad, en este contexto, sería una
manifestación de la tendencia natural que todos los animales, ante ciertos
estímulos peligrosos para el mantenimiento de nuestra integridad física,
presentamos de forma innata para asegurar nuestra supervivencia.
La razón por la que este instinto universal se ha
seleccionado en todo tipo de animales es absolutamente darwiniana: aumenta la
efectividad biológica de la especie y, por lo tanto, es claramente adaptativa.
Como animales que somos, y coincidiendo con las afirmaciones de Anderson y
Bushman, los efectos de nuestra agresividad los podríamos controlar y encauzar,
pero en ningún momento suprimir.
Por el contrario, y si seguimos ajustándonos a las
definiciones anteriores, la agresión, en su primera acepción, sería un
comportamiento, si no exclusivamente humano, sí que restringido al ámbito de
los primates. Y, si me apuran, al de los póngidos (orangutanes, gorilas,
chimpancés y bonobos, además de nosotros mismos).
No obstante, el campo se reduciría mucho más con las
puntualizaciones de Anderson y Bushman. Con muy poco margen de error, y a
expensas de que futuras investigaciones nos sorprendan con chimpancés con
antifaces y látigos, podríamos afirmar que una agresión, como tal, es algo
exclusivamente humano.
Agresividad no
implica agresión
En síntesis, la diferencia entre agresividad y agresión es
que la primera es un impulso interior sólo percibido por el agresor, una señal
psicológica para actuar de forma hostil que puede ser reprimida o liberada.
Mientras que la segunda es una acción externa que alcanza a la víctima: es el
resultado de la liberación del impulso agresivo. Eso implica que la agresión es
una consecuencia de la agresividad en todos los casos, pero no siempre la agresividad
se sigue de agresión.
Por último, parece haber poca duda en lo que respecta a los
comportamientos violentos. La violencia habría que entenderla como una
agresividad alterada y modificada por agentes socioculturales relacionados con
el aprendizaje y, por lo tanto, influida por la naturaleza del lugar, el
momento y la cosmovisión del contexto en que ese individuo se haya desarrollado.
La violencia, a diferencia de la agresividad y la agresión,
es siempre innecesaria, morbosa y no responde a razones biológicas de la
especie o el taxón. Aún asumiendo que existen formas de cultura en algunas
sociedades de póngidos no humanos, éstas son tan rudimentarias comparadas con
la nuestra que no tendría sentido hablar de violencia en ellas.
En sentido estricto, pues, la violencia sería una característica
exclusiva de la especie humana.
Ahora les toca a ustedes, lectores, decidir si el acto de
Will Smith habría que considerarlo agresividad, agresión o violencia.
En cualquier caso… ¡vaya galleta!
Fuente: The Conversation